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La parálisis de lo invisible

Domingo, 22 de marzo 2020, 02:15

Dos palomas sedientas zureaban con timidez en unas baldosas de la ciudad semidesierta. Un parvulito de la mano de su abuelo, cosidos ambos a la misma mochila, caminaban un poco errantes hacia unos columpios. Un vientecillo caliente elevaba del suelo unos papelotes dispersos que procedían de un supermercado. Envoltorios que se habían fugado de los 'packs' de papel higiénico y de agua para liberarse, quizá, del miedo opresor de sus consumidores. Mientras tanto, en los puntos más turísticos de la ciudad solo revoloteaban unos pocos elegidos por la Fortuna caprichosa, por decirlo así. Y la Sardina, varada inexorablemente en el mismo punto, proyectaba sus ojos gelatinosos hacia el Puente de los Peligros. Una atmósfera peculiar, extraña a la vivaz y soleada Murcia de siempre, se había instalado en la urbe. ¿Hasta cuándo?

No se sabe con exactitud en este momento en que escribo. Nuestra capacidad racional parece indicarnos que se sabrá progresiva mente conforme a la evolución de unos acontecimientos extraordinarios que empujan a la serenidad cotidiana y a la más estricta obediencia de las ordenanzas. Los romanos clásicos, agudos codificadores del derecho cuyas bases nos sostienen hoy en día, inventaron la palabra mencionada anteriormente. Cuando la situación comunitaria se desbordaba y excedía las competencias propias de cada una de las magistraturas del llamado ordo, crearon una fuera de este orden, es decir extraordinaria. Temporal pero contundente, con el propósito de encauzar las circunstancias larvadas, en gran parte, por el miedo.

El miedo. Aparece así el elemento, el sentimiento invisible que es capaz de acercarse cauteloso hasta invadirnos, asentarse y colonizarnos. El miedo sin rostro pero con sensaciones y pulsiones. Vergonzante pero desafiante a la vez. Paralizante, perversamente juguetón que se cuela por nuestros poros hasta manipularnos hacia lo tétrico y obstruir nuestro raciocinio. Tan antiguo como el mundo y tan profundamente humano, solo por lo último se nos concede la indulgencia en nuestro forzado impasse y en nuestra deseable y profiláctica reclusión. Casi nadie pudo predecir, pienso yo, que un elemento invisible colapsaría transitoriamente nuestra vida, hábitos, trabajo y rutinas y en un marco geográfico global. Porque, en la quimérica inconsciencia de nuestro barro, nos cuesta aceptar que este es fungible y sus pasos transitan por estos paisajes terrenales hasta otro luminoso e imperecedero.

Este miedo invisible que ahora también transita, nos brinda la paradoja de reflexionar y valorar sobre tantas otras cosas que son invisibles y que, sin embargo, son nuestro pan y sal cotidianos. El amor, el afecto, es invisible. Pasional o filial, incontrolado o no, materno o amistoso, siempre nos sacudirá pero en sí no podemos verlo ni tocarlo. Casi todo sentimiento o deseo que genera nuestras conmociones emotivas, nos son familiares por su efecto pero en sí mismos también son invisibles. Esta invisibilidad es un gran regalo, en mi opinión, porque en momentos difíciles como éste nos enseña que es posible prescindir de tantas cosas tangibles, objetos y andanzas que creíamos imprescindibles para seguir viviendo. No hay hipoxia, seguimos respirando. En mi recomendable introspección locativa de estos días, por cortesía a mis primaveras, soy la primera que sueño en atrapar voluptuosamente el aroma de azahar perpetuo cosido a las marineras murcianas en algún recoveco de las plazuelas de nuestra Murcia. Y con música de tambores y bocinas. Todo llegará si sabemos hacerlo. Bendita imaginación que, curiosamente, también es invisible.

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