El país autodiácono
El mundo homérico, con piedad impagable, desafía muchísimos siglos de historia y les da carpetazo reviviendo a sus héroes para confortarnos aquí y ahora
Autodiácono es una palabra procedente de la lengua griega clásica que, por insistir en lo evidente, ha pasado a la nuestra en estado puro. Significa el que es servidor de uno mismo. En estas semanas durísimas, porque lo son y nadie las maquille, cobra la semántica del término un vigor nuevo y demuestra también su actualidad. El mundo homérico nos viene a las manos. Con piedad impagable, desafía muchísimos siglos de historia y les da carpetazo reviviendo a sus héroes para confortarnos aquí y ahora.
No es Aquiles el elegido para la ocasión sino Ulises. El ideal homérico primó la aristocracia del guerrero, hermoso, fuerte y despiadado con sus enemigos, en el marco de las guerras territoriales de conquista. Pero el ideal mutó cuando los asentamientos tras los armisticios iban dando paso a una sociedad más real y obligada a subsistir y prosperar con el trabajo cotidiano. Ahí entra Odiseo. También fue rey y héroe de la guerra de Troya pero, salvo la idea de apretujar astutamente a un puñado de griegos en el vientre del tentador caballo, no parece que su meta fuera perseguir la inmortalidad alanceando a miles de rivales. Su horizonte siempre fue volver a Itaca y para ello, para superar la prueba del oneroso y doliente peregrinaje, le fueron concedidas virtudes de autodiácono. Habilidades, ingenios, perspicacias, intuiciones domésticas, que se unían a su valor y perseverancia para aguantar el tirón como un héroe. El verdadero héroe. Ulises sabía arar y también espigar. Construía balsas para seguir navegando si era menester. Ordenó ser atado al mástil de su nave para no moverse y ser engullido por los taimados cantos de las Sirenas. Desafió con éxito el tacto del Cíclope, tras cegarlo, y salvó a sus compañeros metiéndolos entre la espesa lana de carneros entrelazados entre sí. Hasta se había construido su propio lecho conyugal como un experto ebanista y con un secreto que solo él conocía. Si para recuperar sagazmente a Penélope, una vez retornado, tuvo que disfrazarse, lo hizo. Y se camufló, se convirtió nada menos que en mendigo.
Ulises, el héroe sin panóramicas de 'flash', el hombre superviviente de las experiencias múltiples. El protagonista que preside los lienzos de nuestras intimidades domésticas de estos días larguísimos, alacenas donde nadie entra y se prohíbe profiláctica e inexorablemente el paso. Ejemplo de aliento que, al atardecer, sale también con nosotros a aplaudir desde el fondo de nuestra alma donde ha preferido quedarse varado sin tiempo, sin prisa, él que siempre fue de mar. Voz que nos insiste en que sigamos amarrados a nuestros objetos y sentires, firmes, por nosotros y por los demás pues el virus es más pérfido y engañoso que las Sirenas. Guía de un país ahora autodiácono, el nuestro, donde la esperanza y la prodigiosa imaginación amasan pan y bizcocho en los hogares, salmodian de nuevo olvidadas tablas de aritmética con los parvulitos, se estrangulan en gimnasias imposibles, cantan sin voz, cosen mascarillas sin hilo y rezan sin saberlo. Donde muchos se están dejando la entraña por los afectados y cuando les es posible, se echan en la horizontal en camas mucho más modestas que la de Ulises, y nosotros con ellos, deplorando que a las autoridades pertinentes la situación se les haya ido de las manos, que no hayan tenido ni la previsión ni la valentía de Ulises, y sintiendo que nos han abandonado a nuestra suerte, a nuestra bendita, irreductible y también providente autodiaconía para evitar el naufragio colectivo.
En los poemas hay unos versos recurrentes. Cuando acaban las jornadas fatigosas y muerde la penumbra, se invoca a la Aurora, la de rosados dedos y hermosas trenzas. Siempre vuelve abierta a la esperanza, nunca falla, generosa para todos sin excepción, ricos, pobres, ancianos o jóvenes, príncipes o mendigos. Amanecerá.