Por las nubes
Cuando suben los costes de los bienes que necesitamos importar de otros países, lo que pasa ahora en España y Europa, simplemente somos algo más pobres
La última vez que la inflación estuvo más allá del cinco por ciento se estaban celebrando las Olimpiadas en Barcelona, internet era algo exótico y ... la mitad de los españoles de hoy no había nacido.
Hasta entonces eso no era un suceso raro. A la hora de fijar salarios, se asumía que la inflación iba a ser más o menos como el año anterior, las empresas lo aceptaban y subían de nuevo los precios en una proporción semejante. El problema estaba en que nuestros productos se iban haciendo más caros que los de otros países y eso daba lugar a que se vendieran menos, cerraran empresas y subiera el paro. Al final se arreglaban las cosas con devaluaciones de la peseta, más o menos traumáticas, y vuelta a empezar. No era una buena idea porque la economía parecía una montaña rusa y porque la inflación siempre perjudica más a los más vulnerables. Como todas las crisis, sea cual sea su naturaleza.
Muchos países en Europa y otros lugares salieron de este bucle en los 80 y poco después también en España domesticamos a los precios. A lo largo de los años 90 el Gobierno, las empresas y los agentes sociales rompieron esa dinámica perversa y la inflación se acercó a la que se llevaba en Europa, un dos por ciento o así. Que eso fuera requisito necesario para entrar en el euro ayudó a unir esfuerzos. Después, ya en el siglo XXI, la globalización y la disciplina prusiana del Banco Central Europeo hicieron lo demás y la inflación fue muy baja, incluso negativa.
Hasta hoy. Hasta que el IPC de octubre, de repente, como ha pasado en otros países, se nos ha ido al cinco y medio por ciento. Dos circunstancias globales se han conjurado para que, tras varias décadas, la inflación haya subido tanto y tan deprisa. Por un lado, la dislocación causada por la pandemia ha disparado los precios del transporte y ha creado problemas de suministro de componentes básicos como materias primas o chips, imprescindibles para la producción de casi cualquier cosa. Por otro lado, los precios de la energía se han desbocado por una rara combinación de circunstancias. Las energías eólica y solar se han visto afectadas por una temporada atípica de sol y viento, y tanto la producción de petróleo de la OPEP como el suministro de gas ruso no han respondido a la mayor vitalidad de la demanda.
¿Hemos entrado entonces en una nueva etapa de inflación alta? Depende de cómo reaccionemos a esta situación. Lo más probable es que las tensiones sean temporales, sí, pero no que se resuelvan de forma concluyente antes de la primavera. El ajuste de las cadenas de producción y transporte no es automático, necesita tiempo, al menos unos trimestres. Tampoco es fácil que la 'normalización' de los precios de la energía llegue en vísperas del invierno, y menos mientras no se resuelvan satisfactoriamente las disputas que afectan al suministro a Europa del gas ruso y de otros países.
Y aquí está el problema: tantos meses de inflación alta pueden despertar la tentación de demandar subidas salariales que compensen plenamente la subida de los precios. O que las empresas trasladen esos mayores costes de la energía o del transporte a sus precios. Es improbable que suceda porque la economía es aún frágil; pero, en todo caso, no sería una buena idea. Cuando suben los costes de los bienes que necesitamos importar de otros países, que es lo que pasa ahora en España y Europa, simplemente somos algo más pobres. Por tanto, a priori, las empresas han de asumir menos margen de beneficio y los trabajadores menos salarios reales. Si unos u otros tratan de no correr con su parte de la cuenta y fuerzan mucho la máquina, corremos el riesgo de entrar en esa espiral de precios y salarios de la que salimos en los 90. Ese riesgo se evitaría si la subida de salarios se produjera en un momento de crecimiento de la productividad o si las empresas estuvieran en disposición de acomodar esas alzas salariales reduciendo sus márgenes de beneficio. Ninguna de las dos cosas está pasando ahora, no por el momento, más bien al contrario.
Si todo va bien en la segunda mitad de 2022, la inflación volverá a niveles moderados, incluso inferiores al dos por cierto y el riesgo de una espiral habrá remitido, al menos de momento. Entretanto, ¿hay alternativas para amortiguar el impacto de la inflación sobre familias y empresas? Sí, al menos dos. Una, a través de bajadas de impuestos y subvenciones, aunque eso solo puede ser transitorio, porque los presupuestos no son infinitos. La otra, tal vez un poco obvia, ahorrar energía y mejorar al tiempo su uso eficiente, algo que además vendría muy bien en el horizonte de la transición a una economía descarbonizada, esa que llegará dentro de otros treinta años, en 2050. O ese es el compromiso.
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