Borrar

Los niños perdidos

La desaparición de Julen no ha tenido una imagen icónica más allá del agujero imposible, una maldita puerta del infierno

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Lunes, 28 de enero 2019

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Ayer la presentadora de un magacín de mediodía que no nombraré por razones de estilo desplegaba ante la tragedia insoportable de Julen una representación de guardarropía muy del gusto de Delacroix. Mientras los expertos en todo se mostraban circunspectos, ella llevaba la interpretación a los límites y yo la imaginaba como una de las esposas que va a ser sacrificada en 'La muerte de Sardanápalo'. Un drama que deviene docudrama para mantener sentado frente al televisor a todo un país. El horror transcurre con intermedios publicitarios en horario infantil.

Hace unos días, cuando todo estaba en el aire entre nubes negras de invierno, me acordé de Omaira y escribí un texto en la Red. Han pasado treinta y cuatro años y no he podido superar los tres días en que la televisión cambió el mundo utilizando la imagen de Omaira, una niña que el 16 de noviembre de 1985 tenía mi edad y quedó atrapada en los escombros de su casa, anegada en Armero (Colombia) por la erupción del volcán Nevado del Ruiz.

Hace tiempo escribí sobre esas pupilas que crecieron por una reacción biológica que conocí y olvidé. La desaparición de Julen me las ha vuelto a traer, quitándome el sueño como me lo quitó entonces. Las televisiones la entrevistaban y la vimos en el telediario en directo. Ahí empezó esto que tenemos estos días, esa utilización de la información como una ficción que suplanta a la realidad. Hemos estado enganchados a la tragedia de Julen, hemos leído hasta mensajes falsos con teorías delirantes. O no. Los medios saben cómo generarnos esta adicción de la misma forma que Phillip Morris nos vende el tabaco. El drama es más adictivo que la nicotina.

La peli de Walt Disney dulcificó todo, pero los niños perdidos de 'Peter Pan' son eso, niños perdidos en la obra de teatro de Barrie: niños vendidos, secuestrados o desaparecidos. Era la forma de dulcificar una realidad espantosa y frecuente en el Londres Victoriano, la de miles de niños abandonados, muertos de hambre, esclavizados y tantas cosas aún peores. Todos hemos leído a Dickens. Esas criaturas desaparecidas viven en el país de Nunca Jamás para los hermanos Davies, inspiradores del relato, y para todos los que crecimos después. Podíamos con esta ficción pensar que el final no fue el peor para los niños perdidos.

Con Omaira no era posible. Murió en tres días delante de nosotros en 'Informe Semanal', pero lo de Julen ha sido eterno, lo cual ha permitido esperanza y morbo a partes iguales. Hemos soñado con que unos mineros asturianos rompían las paredes de Nunca Jamás y arrancaban al niño de la paradoja de Schrödinger en que quedó atrapado. Ahora, con la ruptura inexorable e inminente mientras escribo de la fantasía, las teles y las redes jugarán un papel aún más condenable generando un producto que compraremos con deleite.

No entendí, cuando lo de Omaira, por qué los reporteros no tiraron sus cámaras y se pusieron a excavar con las manos para sacar a aquella niña del infierno precursor de la vida en directo y no entiendo cómo a unos padres se les ha caído un niño de dos años a un pozo de cien metros, pero he tenido muchas ganas estos días de irme a excavar con las manos hasta llegar al imposible país de Nunca Jamás.

En espera del desenlace preveíamos un fundido a negro, dolor sin límite, tristeza insondable. El mal final volaba en círculos con los cuervos pero todos hemos deseado con todas nuestras fuerzas otro final. El deseo conjunto de un país de niños todavía. Estamos en espera de una segunda parte en la que la presentadora de la cadena televisiva a la que aludí prepara cambios en los lugares comunes. Ahora toca investigación, responsabilidades, expertos, antecedentes... Todo esto ya ocurrió, siempre ocurre. Una de las citas más repetidas de Marx dice que «la historia se repite dos veces: primero como tragedia y después como farsa». Una vez ocurrió, la farsa se repite hasta el infinito y en ella pastan decenas de comentaristas televisivos multiuso. Una farsa rentable.

Vuelvo a Omaira unos días después por un comentario de una nueva amiga de Facebook que muestra una captura del último videoclip de Rosalía. En él aparece sumergida hasta la boca en un agua negra con los ojos intensamente remarcados. El 'dejà vu' es muy poderoso. Mi ciberconocida -Rosario Villajos- dice que es parte del imaginario de la Generación X y es cierto. Quedamos marcados por aquella imagen hasta el punto de que Julen nos la ha traído a muchos, y el director del videoclip de Rosalía ha utilizado este recurso convirtiendo nuevamente el drama en farsa de una manera subliminal, sabiendo bien al subconsciente de quien se dirigía. La desaparición de Julen no ha tenido una imagen icónica más allá del agujero imposible, una maldita puerta del infierno. En cierta forma es mejor la ausencia de un icono que agregar a la cultura de rápido consumo contemporánea. Julen, a diferencia de tantos niños perdidos, no tiene un rostro ultradifundido como sí tiene Omaira. La falta de imagen puede ser mejor en la preservación de los recuerdos, aunque parezca una paradoja.

Sigo de alguna manera en 1988, esperando que la tragedia no tenga el desenlace esperado, que ninguna de las desapariciones infantiles lo tenga. Me he hecho mayor, pero deseo que los niños perdidos estén en Nunca Jamás. No sé si podré llevar bien esto de ser adulto.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios