Niños en el borde del precipicio
Su autodestrucción es culpa suya, pero también de los que no hemos sabido ayudarles
Hay una esquina en Murcia donde el dolor huele a mierda. Allí muchachos y muchachas fuman crack pagado con lo que roban y mendigan. Son ... muertos en vida, apenas pesarán cuarenta kilos y van sucios. Su piel es del color de los corredores de maratón, tostada por el sol, su ropa es siempre grande y su interior está hueco. Nunca puedes cruzar la mirada con ellos porque lo evitan y si lo logras encuentras el vacío. Han tenido que hacer tantas cosas horribles en esa esquina miserable, entre coches aparcados, que han tenido que matar todo lo bueno que había en ellos.
Nos hemos acostumbrado a deshumanizarlos y les damos unos céntimos o los despachamos cuando nos piden, pero fueron niños, y son los hijos de alguien.
Su presencia provoca rechazo. Son lo que no queremos vivir ni compartir, el mal ejemplo, probables delincuentes que no puedo evitar ver como los niños que fueron. No soy ingenuo, sé de lo que son capaces de hacer pero ni soy la policía ni el juez. Los imagino queridos en sus casas, pienso en cómo debieron ser sus habitaciones y sus juguetes. Entonces es inevitable pensar qué los arrastró a este páramo de basura humana en el que viven esperando a que unos asesinos les den otro sobre.
Unas veces los habrá llevado ahí un error y demasiadas veces el bulling que expulsa a los niños violentamente de su infancia. Los padres deben ser parcialmente culpables. Los abusos no detectados se producen primero en el hogar. Los niños no tienen herramientas ni madurez para resistir las dentelladas de depredadores. Una madre, hace unas semanas, me decía que su hija se castigaba por el daño que le habían hecho los demás. La idea no me deja dormir.
Algo sacó a esos niños del calor de la vida estructurada. Pudo ser la estupidez adolescente. Otra amiga me contaba cómo su hermano se enganchó a los 15 años con toda su clase. Todos los niños probaron la heroína porque alguien se la dio a probar. Todos se perdieron. Su hermano se fue degradando y ella recordaba cómo nunca dejó de ser él, aunque el armazón en el que se ocultaba era el de un ser humano destruido. Nunca dejó de ser el niño que todos, en algún rincón, llevamos dentro.
Los niños se asoman al precipicio y los niveles de degradación están en sus caras. A veces queda alegría porque entran y salen. Hace un año uno de ellos, al que quise ayudar, fue a la ferretería de mi amigo y se llevó un grifo diciendo que yo lo pagaría. Supongo que lo revendió y pagó algunas dosis. Es un buen chico pero no decide ya. Ahora arrastra una mochila y sigue vistiendo ropa limpia. Conozco la evolución, dentro de poco no le quedará nada que vender.
Pienso en sus padres. Veo a las chicas, casi niñas, detrás de otros chicos que seguramente serán los amores de su vida. Parejas que se lanzan a la calle quizá para vivir una historia cinematográfica y se desploman a la velocidad que pierden peso, andando cada vez más deprisa para poder comprar heroína lo antes posible. Siempre imagino que sus padres consiguen rescatarlos, que entran en el bloque de la calle Santa Rita donde les dan muerte en dosis y los toman en brazos, los llevan a sus casas y allí está su habitación como la dejaron. Entonces duermen y todo vuelve a empezar, ahora con la experiencia del error cometido.
Pero eso no pasa nunca. Crecen en ellos las enfermedades mentales que frecuentemente estuvieron en el origen de su fuga a ninguna parte. Nadie ataja el mal de origen y cuando están en la calle se van alejando de la realidad que los demás compartimos. Su autodestrucción es culpa suya pero también de los que no hemos sabido ayudarles. En cada caso hubo un momento en el que pudimos detectar la desorientación, el acoso, la compañía nociva, el familiar que los miraba lascivamente o los síntomas de un trastorno bipolar. Hubo un punto en el que pudimos salvarlos –nosotros, como sociedad–, pero no ocurrió y ahora son parias sucios, delincuentes que molestan cuando tomamos café en una terraza.
Nos importan tan poco que hemos dejado que unos criminales les vendan un veneno que, como todos los demás venenos, debería expenderse con el control de Sanidad. Cada día en que el Gobierno no legaliza y controla sanitariamente esa mierda es un día en el que el crimen se alimenta de nuestros hijos. La heroína existe, como la cocaína, como la marihuana, y uno de sus atractivos es la clandestinidad, el vivir al margen de esta sociedad aburrida y cínica. Deberíamos perseguirlos y controlar unas drogas que nunca dejarán de existir, pero vigiladas por Sanidad dejarán de matar a una parte de estas personas derrotadas por la vida que mueren por inyectarse matarratas o cualquier otra basura con la que cortan la droga sus asesinos para sacar unos euros más.
Antes de eso los padres podemos hacer algo. Mirarlos, preguntarles, explicarles. Muchas veces no podremos detectarlo pero otras sí. No los dejemos a su suerte, en nuestra obligación está el saber cuáles son sus estímulos y sus frustraciones. No siempre podremos, pero debemos intentar descubrir trastornos y crisis para ayudarlos a crecer.
Cuando están en la calle ya no queda más que llorar hasta que se nos sequen los ojos.
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