Náufragos
No siempre va conducido por un hombre de la talla de aquel lobo de mar que quiso y pudo llevarlos a buen puerto
Se ha repetido siempre el relato inhumano y desesperante de los barcos que rescatan a náufragos del Mediterráneo, cuyo objetivo es llegar al primer mundo ... para huir de la miseria y del hambre y que no son bien recibidos en ningún puerto. Mujeres, hombres y niños hacinados en la cubierta de un barco cualquiera, sin protección, como aquel 'Open Arms', y pidiendo asilo para su cargamento humanitario, una misión compasiva y legítima que, sin embargo, no parecía bien recibida en Europa, pues llevaba unos días paseándose por nuestras costas y no le permitían atracar en ninguna parte. Una situación así, al margen de las leyes y de su terrible arbitrariedad, clamaba al cielo, sobre todo si las imágenes de todos los telediarios nos muestran a los niños que no han dejado nunca de ser las víctimas inocentes de la barbarie de sus mayores.
Entendíamos que era preciso racionalizar la entrada de los que huían en masa de una tierra diezmada por las guerras, la represión y las carencias de todo tipo, sobre todo porque no bastaba con darles acogida, era preciso, además, encontrarles trabajo y proporcionales una situación de estabilidad, aunque todo esto ya debieron haberlo previsto los organismos internacionales hace muchos años, pues era evidente que llegaríamos a un estado de alarma semejante y quizás en ese momento pudieron haber pensado que la única fórmula posible para que la gente no se fuera de sus pueblos en busca de otros horizontes consistiera en ayudarles en su lugar de origen o, al menos, en no fastidiarles la vida en el sitio donde habían nacido.
Solo estará el planeta en paz si cada una de sus partes lo está asimismo. Es obvio que no somos entes individuales e independientes y que los unos necesitamos de los otros. Los países se vacían a buen ritmo porque el ángel exterminador de la guerra, que provocamos nosotros, los golpea inmisericorde y los empuja a buscarse la vida al otro lado de las fronteras.
La vergüenza estribaba en descubrir cada día que embarcaciones como aquel 'Open Arms', cuyos capitanes se regían a rajatabla por la ley de los mares, no hallaban un puerto seguro donde desembarcar sus refugiados, seres desplazados a la fuerza de sus tierras de nacimiento para asegurarse ellos y a sus familias protección, alimento y un porvenir más o menos cierto. Lamentablemente los veíamos más tarde desperdigados por playas y avenidas de ciudades costeras buscándose la vida en las peores faenas, a veces como pordioseros, vendedores ambulantes o jornaleros de ínfima categoría. Habían logrado saltar las vallas, cruzar los mares y entrar en el primer mundo, pero su lugar en la nueva tierra no sería nunca el más desahogado, incluso es posible que muchos de ellos se acordaran cada noche de una pequeña aldea sin prosperidad ni bienestar donde un puñado de críos jugaban al fútbol con una pelota de trapo mientras sus mayores asistían asombrados al atardecer mágico de un cielo conocido. La nostalgia es peligrosa y engendra falsificaciones sentimentales terribles, pero, mientras tanto, semeja más bien un lujo de occidente, del territorio al que no se les permitía arribar a un grupo de náufragos de la vida que proseguían dando vueltas por el Mediterráneo en un barco que apenas les era posible contenerlos y al mando de un capitán valeroso que no había dudado en enfrentarse a todas las autoridades y a todas las normas para llevar a cabo una labor delicada y trascendental, humanitaria e impagable.
Todos los veranos vaga errante por un mar en apariencia tranquilo como nuestro Mediterráneo algún barco con hombres y mujeres que huyen desesperados del sonido horrísono de las viejas trompetas del Apocalipsis. No siempre va conducido por un hombre de la talla de aquel lobo de mar con principios que quiso y pudo llevarlos a buen puerto.
Estas palabras son mi homenaje tardío a aquel hombre.
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