El tiempo que se llevará todo
Puedo sentir las manos de mi madre lavándome el pelo en la playa, oír a mi hermano pedirme que hagamos un castillo y recordar el camino de vuelta con la colchoneta
Fue en la playa de la Estación, entre La Mata y Guardamar. Debía tener unos 10 años, yo no era más que fibra, pelo y ... sal. Un niño flaco como una lagartija con gafas de bucear de aquellas ovaladas que llevaba Cousteau. Conocía cada roca de la playa, las horas pasaban bajo el agua con el sol quemando mi espalda, que flotaba en un líquido amniótico que me alimentaba. Mi hermano Antonio era muy blanco, se quemaba con facilidad, pero iba siempre conmigo embadurnado de crema. Luego las dunas, que eran como un mundo en sí en el que nos disparábamos con ametralladoras de palo y rodábamos como los marines tiroteados en Guadalcanal. Mi madre nos llamaba a gritos desde alguna parte lejana a los pinos en los que nos escondíamos y corríamos quemándonos los pies en aquella arena fina, casi blanca. Llevaba el agua en un tarro de cristal y la bebíamos caliente como un demonio para pasar una mona que el panadero había llevado en su recorrido casa a casa en aquel pueblo de los 70 en el que aún no había edificios ni asfalto.
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Los días de aquel tiempo despiden luz en mi memoria y, cuando una foto aparece en algún cajón, me viene la emoción de ver aparecer un avión de Nivea. Mis músculos se tensan y me preparo para correr por la playa y luego nadar hasta donde haya caído el balón. Da igual el levante, no importa la distancia. Ese balón será mío. Luego, por la noche, con el bocadillo de salchichón envuelto en papel Albal, Atreyu cabalgaba a su dragón Fujú sobre los cielos de Fantasía. Puedo sentir las manos de mi madre lavándome el pelo en la playa con un champú rosa que olía muy bien. Puedo oír a mi hermano pedirme que hagamos un castillo, puedo recordar el camino de vuelta con la colchoneta hasta la casa en la que cada habitación tenía un papel distinto.
Todo ha pasado tan rápido.
Un día, mis hijos me verán como yo veo a mi madre, mi tiempo habrá pasado y quizá se lleve hasta estos recuerdos
Un mundo de cañas y barcas de madera, un tiempo cuya configuración parece distinta. Nada pasaba en concreto, los recuerdos son una picadura de avispa o un día en la feria en el que gané un machete como el de Rambo pero de baratillo. También hubo mucho malo, pero mis dolores de la infancia yacen en alguna habitación de la memoria a la que intento no entrar nunca. No guardo rencores ni contabilidades.
Una torre de tebeos; los pitufos y Wolverine en la cama junto a mi hermano. Nos necesitábamos mucho y nos teníamos. La ventana abierta y las estrellas que brillaban furiosas en las noches sin luna cuando no había ni farolas ni los miles de apartamentos que vinieron después.
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Bajar a jugar cuando te llamaba alguien. Aventuras contadas en la valla de la urbanización, visitas furtivas al cementerio y entrar en las casas abandonadas. Los alacranes en agujeros, aquel día que apareció un delfín muerto en la playa, Ana Belén cantando canciones de Billy Joel en un 'pickup' y mi abuela Mercedes friendo croquetas.
Las tetas de aquella amiga de mi madre que un día se cambió el biquini delante de mí. La presión en el pecho ante algo que no esperaba, la primera e incomprensible erección, un nuevo mundo en el que todo iba a cambiar al ritmo de mis hormonas, los primeros pelos del bigote y septiembre.
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Son las 8 de la noche del martes 14 de enero de 2025. Hoy cumplo 53 años, pero no lo podré celebrar, hay demasiado trabajo. La calle se va vaciando y sigo en el despacho. Está a 50 metros de la casa en la que vivía mi abuela Virtudes, la madre de mi padre. Con ella pasábamos mi hermano y yo los fines de semana que le tocábamos a mi padre, que muchas veces no estaba. Ella murió, como la otra abuela, como tantos otros y el tiempo se fue llevando casi todo. Se llevó La Mata, que ahora es una ciudad vacacional y a los peces que mi hermano y yo perseguíamos. Se llevó nuestras inocencias y nos dejó cicatrices. Nuestra infancia dejó muchas, pero la edad adulta trajo profundidades insondables y oscuras a las que sobrevivimos. De niños yo era su maestro, ahora él es el mío y lo miro con la admiración con que entonces me miraba él, cuando íbamos en bañador con camisetas de colores y yo le sacaba un palmo.
Al ser de noche los cristales de la puerta son un buen espejo en el que se refleja un señor mayor que escribe en el ordenador. ¿Soy el niño del recuerdo?
Entonces era hijo, ahora soy padre e hijo. Fabrico recuerdos para mis hijos e intento calmar dolores de mi madre. Estoy en el centro de un ciclo que me irá colocando en el lugar que ahora ocupa ella, y la observo y aprendo para seguir sus aciertos y no repetir sus errores. Un día, mis hijos me verán como yo veo a mi madre, mi tiempo habrá pasado y quizá se lleve hasta estos recuerdos. Tal vez por eso los cuento, quizás por eso escribo, para que quede algo cuando me vaya. No porque le vaya a importar a nadie, simplemente porque quede alguna prueba de que viví, de que la arena de la playa me quemaba los pies cuando corría por unas dunas que ya no existen.
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