Monumento al 'practicante'
NADA ES LO QUE PARECE ·
Lo que les faltaba de ciencia lo suplían a base de intuición y sabiduría, heredada de sus ancestros a lo largo del tiempoRodolfo Carles, cuando, a finales del siglo XIX, escribió su libro 'Doce murcianos importantes', dedicado a personajes como el aguador, el animero, el betunero, el ... nazareno o el mindango –al que, en su día, le dedicamos una larga parrafada en esta misma sección–, olvidó por completo incluir entre esa docena de privilegiados al practicante: esa figura que nunca faltaba en los pueblos y que nos sacó a todos de algún serio apuro cuando acudíamos a él, con el corazón encogido, de la mano de nuestra madre, con una ceja rota, la cabeza abierta de una pedrada o un ojo en la mano –es un decir– a su improvisada consulta, que, al mismo tiempo, servía para otros muchos menesteres, como aquellas viejas reboticas del Medievo en donde tantos incautos se dejaron los sesos tratando de inventar la piedra filosofal.
Solo las personas de una cierta edad, procedentes de un medio rural, conocen a los actuales enfermeros y enfermeras –también denominados, no hace tanto tiempo, ATS– por el apelativo de 'practicantes'. La palabra parece haber pasado definitivamente al Diccionario Histórico de la Lengua, que es algo así como un cementerio de elefantes a donde los vocablos, empujados por el olvido, van a morir pacíficamente.
En mi pueblo siempre hubo practicantes, personas a mitad de camino entre el viejo chamán con poderes ocultos, el tradicional curandero y el hombre de ciencia que ha pasado por una facultad. El practicante de mi pueblo, que era Juan el Oficial, un tipo simpático, inteligente, resolutivo y de amena conversación sin llegar a la categoría del temido sacamuelas, era capaz, en una sola sesión, de venderte un conejo criado con hojas secas de limonero, cuya carne, una vez guisada en arroz, sabía a gloria, cortarte el pelo y rasurarte la barba, así como ponerte una inyección en salva sea la parte, en aquellos tiempos en los que casi todos los médicos recetaban hígado en ampollas a una famélica y desnutrida población que aún no había cocido del todo los rigores de la Guerra Civil.
A estas alturas, seguimos sin reconocer del todo la labor llevada a cabo por estos practicantes
Frente al tradicional barbero, como el Abundio, el Cheche (que aplicaba loción Floid después del afeitado) o el Pollino, que le hacían la competencia, Juan el Oficial actuaba con la limpieza y el rigor que requiere un oficio tan delicado a base de asepsia y de lavado continuo de manos, hasta el punto de que, hasta que la zona dedicada a barbería no quedaba como los chorros del oro, no procedía al tercio de banderillas, que era una manera como otra cualquiera entre los críos de aquel tiempo de llamarle al acto de poner una inyección, con todo su ritual de hervir la jeringuilla y utilizar guantes de látex y unas pinzas para evitar infecciones, como lo haría cualquier profesional en un laboratorio.
Lo que les faltaba de ciencia –hijos de su tiempo, apenas habían estudiado en la escuela las cuatro reglas y aprendido a firmar los documentos más comprometidos, como el carné de identidad o unas escrituras– lo suplían a base de intuición y sabiduría, heredada de sus ancestros a lo largo del tiempo. El mismo Baroja, que fue médico durante un corto espacio de tiempo en Cestona, confesó en sus memorias que dejó el oficio no solo porque quería dedicarse profesionalmente a la literatura, sino, sobre todo, porque pronto se dio cuenta de que los mejunjes y las yerbas que preparaban las curanderas eran mucho más resolutivas que sus medicinas para sanar de casi todas las enfermedades.
A estas alturas, seguimos sin reconocer del todo la labor llevada a cabo por estos practicantes que, con su trabajo, honrado y honesto, muchas veces gratuito por tratarse de vecinos que no tenían ni una perra chica para pagarles, arrojaron un rayo de esperanza a un pueblo que, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, carecía de los más elementales medios sanitarios. Solo nos acordamos de ellos cuando, en ocasiones, descuidadamente, nos pasamos los dedos por esa cicatriz que un día nos curaron con sus manos diestras.
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