Las Misiones Pedagógicas en Cartagena
El 13 de marzo de 1935 (pudo ser el 14 o el 15) los niños de La Azohía vieron llegar un camión. El pueblo, lejos ... del destino turístico actual, era un humilde caserío en la falda de la montaña. Era un lugar muy pobre, uno de aquellos sitios sin futuro de la España caciquil de los años 30. Los niños, frecuentemente analfabetos, estaban destinados al campo o la pesca.
Por la noche el grupo de personas que trajo el camión reunieron a todo el pueblo. La voz cantante la llevaban Carmen Conde y Antonio Oliver, responsables de la llegada de las Misiones Pedagógicas a las tierras de poniente cartageneras. Entonces ocurrió el milagro. Una luz blanca se proyectó sobre la pared y un hombre con sombrero, bigote y bastón cobró vida. Es imposible imaginar el estupor de aquellos niños viendo por primera vez el cine. Un grupo de personas que creía en el futuro les trajo a Charlot, poemas de Machado y Juan Ramón o documentales de Val del Omar. Cuando se fueron les dejaron 100 libros, los mejores que Manuel Bartolomé Cossio, impulsor de las Misiones Pedagógicas, consideró imprescindibles, de Cervantes a Tolstoi.
Hubo un tiempo en el que algunos creyeron en un futuro mejor y recorrieron los caminos pedregosos de una España rural sin carreteras en pos de un país igualitario en el que los niños no estuvieran condenados a no saber que existían Homero o Leonardo. Era una España en la que los dueños de la tierra querían que todo siguiese así; es mucho más fácil manejar a analfabetos hambrientos, que por no tener no tienen ni sueños, que a personas conocedoras del mundo.
Entonces no pudo ser, unos generales se interpusieron, pero hoy sí. Esta España no es aquella, pero son otros los peligros
Todo nació en el espíritu de la II República. Giner de los Ríos y su Institución Libre de Enseñanza intentaron crear una cultura educativa nueva que nos igualase a Francia e Inglaterra y para ello surgieron las Misiones Pedagógicas y su Museo Circulante: el Museo del Pueblo. La idea era parte de la misma filosofía democratizadora de la cultura. Casi nadie había visto el Museo del Prado en aquella España miserable. Ramón Gaya fue uno de los copistas que, durante meses, elaboró una colección de copias de Goya, Velázquez, Murillo. Eran copias de enorme calidad, dos de ellas se pueden visitar en el museo del pintor, en la murciana Casa Palarea.
Aquellos saltimanquis, como alguna vez se autodenominaron, fueron lo mejor de aquella España que quiso ser y no pudo: Cernuda, Eduardo Vicente, Conde, Oliver, García Lorca, Salinas... Cada uno aportaba algo: unos llevaban música, otros funciones de teatro o pequeñas sucursales del Prado en pueblos en los que el sustento de los hijos era lo único en que se pensaba porque los hijos morían de hambre. Hay un punto de inflexión el día que llegaron a un Mazarrón negro de hollín y enfermo de silicosis en el que la mina era el infierno donde morir. En el diario de las Misiones quedó la impresión escrita. «En Mazarrón no es que exista aquella sensación de aislamiento que encontrábamos en Purchena, sino que aquí es una realidad. Todos los hombres están como presos de las minas, y las mujeres viven acomodadas en la angustia. Dábamos la charla bastante tarde, ya de noche, cuando los mineros salían de sus negros pasillos. Venían al Museo muy arreglados y limpios, con sus trajes o blusas azules de domingo. Y esto solo ya era conmovedor, y al comprender nosotros el homenaje, nos obligábamos para divertirles en lo posible, bien con música antes de empezar o dando a las explicaciones un tono risueño o de anécdota amable».
El 14 de julio de 2021 pasado los turistas bajaban en chancletas de un gigantesco crucero en el puerto de una Cartagena nueva en una España nueva y se quedaban sorprendidos ante un despliegue de cuadros famosos en la plaza del Palacio Consistorial. Eran copias 'hackeadas' del Museo del Prado y el Hermitage, una acción de Daniel García Andújar que creaba un museo ideal con la fusión de los dos gigantes. Desde allí algunos llevamos en procesión las obras por la Muralla de Carlos III hasta el Batel. Paramos el tráfico ante la estupefacción de conductores que veían cómo les pasaban por delante 'Los fusilamientos' de Goya o 'La danza de Matisse'. Una infinita hilera de cuadros paralizaron la vida de la ciudad una hora. Había en esta acción, que formó parte de NOVA, un proyecto para La Mar de Músicas, la voluntad de rememorar aquellas Misiones Pedagógicas y rendir homenaje a Gaya y a los que con él habitaron la utopía de un país mejor en el que nacer en un pueblo no te condenase a la miseria. Entonces no pudo ser, unos generales se interpusieron, pero hoy sí. Esta España no es aquella, la distancia queda clara en estas torpes letras mías, pero hoy son otros los peligros: la destrucción de nuestro entorno y el calentamiento global, al que los murcianos hemos contribuido tolerando que la agroindustria destruya el Mar Menor, la aniquilación de la huerta por el capricho de segundas viviendas, la contaminación química en Portmán y Cartagena...
Ante estos retos de futuro la utopía es necesaria, porque si dejamos de creer en el futuro el mal nos aniquilará. Eso lo sabían Gaya, Lorca, Val del Omar y los otros. Esa fue la razón de las Misiones Pedagógicas.
Quede aquí mi humilde homenaje y mi mayor respeto.
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