Mascarillas
Mientras el hombre ratifica con sus actos que es el auténtico creador de su destrucción, el mundo va y se convierte en una sucesión de imágenes imprevistas danzando sobre un escenario en donde alternan intérpretes exóticos, héroes y víctimas vestidos de verde, gentes que apuran su dorada mediocridad en sus casas con noticias y sobresaltos o grotescos irresponsables que beben, celebran la nada a voces y, como emisarios de la muerte, juegan a la 'gallinica ciega' sin parar. La inmensa mayoría espera el milagro del tiempo, agarrada a él como a tabla de náufrago, y mira los escaparates de las farmacias por si la vacuna.
Descorramos el telón de esta escenografía desalentada, de esta extensión dominada por los corceles amarillentos del Apocalipsis y echemos un vistazo a los detalles que se entrevén por entre los árboles de un bosque lleno de sombras, por entre esa espesura a la que llaman pandemia. Esta calamidad del coronavirus se ha convertido en una danza atiborrada de acróbatas enmascarados o gentes desprovistas de responsabilidad. Y ahí andamos: unos, consumiendo mascarillas sin cesar, celebrando con sonrisa atenuada la alegría de un encuentro o soportando la pena desdibujada de esa convulsión volcánica que nos ha malherido. Otros, los irresponsables, ejercen sin pudor su condición de inconscientes.
De momento, las bocas ya no nos sirven para demostrar un estado de ánimo, pues la risa, la ira, la languidez o la ternura tan solo se adivinan por la mirada. Las mascarillas han ganado la partida a la expresividad de los ojos. Pero lo más grave es que cuando los que habitamos este trozo de planeta llamado España nos estábamos yendo de rositas sin haber experimentado los efectos de cataclismo alguno... a esos, digo, nos ha caído este diluvio de malos presagios. Otros –los padres de la generación de quien esto escribe– fueron protagonistas sombríos de su edad arriesgada: vivieron guerras, padecieron cirugías agresivas, pasaron hambre, qué sé yo. Para nosotros, jóvenes y maduros, el dolor es algo histórico y hasta ahora inimaginable. Por eso digo que nos íbamos de rositas. Ahora tengo la impresión de que la pandemia ha partido en dos el mundo y ha roto en mil pedazos el calendario más o menos amable de la cotidianeidad.
De momento, algunos nos conformamos con tener miedo a casi todo: a la vida, al aire, a los que andan por las aceras, al humo de los fumadores y a esta convulsión volcánica que ha llenado las naciones de proteínas insidiosas y murciélagos de pesadilla. Pero hay un sector de la población que vive la pandemia como un acontecimiento aglutinador de mezquindades e irresponsabilidades ('mala gente que camina / y va apestando la tierra'). Sin mascarillas y sin nada que los proteja a ellos ni a sus mayores, se abrazan cuando celebran un botellón, una victoria futbolera, una fiesta paleta o una inconsciencia llena de inmadurez y de majadería. No saben la que pueden liar por dejarse las mascarillas en el cajón del olvido o en el desván de la ignorancia. No saben que son ellos los mensajeros de las próximas malas noticias.