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Estas últimas semanas, el colectivo veterinario ha alzado la voz ante una normativa que amenaza con comprometer su labor profesional, encarecer la atención a los ... animales e ignorar las diferencias fundamentales entre los animales de explotación ganadera y la clínica de animales de compañía.
El origen del conflicto está en la obligación de registrar electrónicamente todas las prescripciones de medicamentos veterinarios a través del sistema Presvet y en la restricción en la dispensación directa de fármacos por parte de los profesionales. Aunque estas medidas persiguen frenar la resistencia a los antibióticos, la forma en que se están aplicando provoca un serio malestar entre quienes ejercen la clínica, especialmente en el ámbito de los animales de compañía.
¿Debe ser igual la norma para una explotación de 5.000 cerdos que para un perro con una infección urinaria? ¿Tiene sentido imponer el mismo protocolo de prescripción en una clínica de pequeños animales o exóticos que en una granja de gallinas ponedoras? La respuesta es no. Y esa negativa no implica desatender la salud pública, sino entenderla en toda su complejidad.
En el ámbito ganadero, el uso de medicamentos, especialmente antibióticos, tiene consecuencias directas sobre la seguridad alimentaria y el riesgo de resistencias bacterianas que pueden transmitirse a los humanos. Un control estricto está justificado: recetas electrónicas obligatorias, seguimiento poblacional y protocolos con cada explotación. En la clínica de animales de compañía, el tratamiento es individualizado, supervisado y con riesgo mínimo de impacto colectivo. Aplicar la misma rigidez regulatoria no tiene sentido.
Otros países europeos ya han caminado en esta dirección. En Francia, el plan nacional EcoAntibio distingue claramente entre la prescripción en ganadería y en animales de compañía, apostando por guías de buenas prácticas y sensibilización, sin imponer trabas innecesarias al ejercicio cotidiano. Alemania ha impuesto un control sobre antibióticos usados en ganadería, especialmente en porcino y avicultura; en contraste, la clínica de animales de compañía mantiene mayor libertad. En Países Bajos, el consumo de antibióticos en ganadería se ha reducido en un 70% en una década, gracias a la colaboración entre ganaderos, veterinarios y autoridades, siendo flexibles en la clínica de animales de compañía, confiando en la formación y el criterio de cada profesional más que en la imposición normativa.
Este conflicto normativo no es solo un problema técnico o administrativo, es también un reflejo de algo más profundo: la falta de reconocimiento pleno del papel que desempeña la profesión veterinaria en nuestro sistema de salud pública. Durante décadas, se ha tratado a los veterinarios como un apéndice del sector agroalimentario, vinculándolos casi exclusivamente a la producción animal y a la inspección de alimentos. Pero esta visión es parcial, reduccionista y desactualizada.
Quienes ejercemos la veterinaria formamos parte del entramado sanitario. Somos el primer eslabón en la detección de zoonosis (enfermedades que se transmiten de animales a humanos), participamos en el control de pandemias, somos garantes del bienestar animal y tenemos un papel fundamental en la seguridad de la cadena alimentaria. Además, en el ámbito de los animales de compañía, nuestra labor tiene un impacto directo sobre la salud emocional, afectiva y mental de millones de personas que conviven con sus animales como parte de la familia.
Negar a este colectivo su lugar en el sistema de salud es negar una realidad cada vez más evidente. Y es también una incoherencia si pensamos en el enfoque One Health que defienden la OMS, la FAO y la Unión Europea. La salud humana, la salud animal y la salud del medio ambiente están profundamente interconectadas y deben abordarse de forma conjunta.
El malestar de la profesión veterinaria no es solo una reacción corporativa frente a una carga administrativa, es también una demanda legítima de respeto institucional, de reconocimiento profesional y de participación en las decisiones que afectan a nuestro trabajo diario y, en última instancia, al bienestar de toda la sociedad.
Porque una legislación sanitaria que ignora la voz de quienes están en primera línea es una legislación débil. No solo se necesitan normas: se necesita confianza, inteligencia colectiva y respeto mutuo.
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