Se cumplen siete años desde que Pedro Sánchez se aupó al poder con una moción de censura que fue presentada como un acto regenerador de ... la política española. Hoy, con la perspectiva que da el tiempo, se puede afirmar que aquel movimiento no inauguró una nueva era de limpieza institucional, sino que abrió la puerta a una de las etapas más turbias y corrosivas de la democracia española. El llamado 'sanchismo' no ha sido una ideología ni un proyecto coherente de país. Ha sido, sobre todo, una estrategia personalista, un ejercicio de supervivencia y ambición camuflado de progreso.
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Todo comenzó con un envoltorio solemne: un discurso sobre la ética en la vida pública, pronunciado paradójicamente por José Luis Ábalos, uno de los personajes más opacos y controvertidos del posterior núcleo gubernamental. La sentencia de Gürtel, que sirvió de pretexto para la moción, ni siquiera inhabilitaba al presidente Rajoy ni exigía la caída del Gobierno, pero fue utilizada como palanca de agitación. Aquello fue la semilla de un relato conspirativo, cuidadosamente tejido para deslegitimar a los adversarios y justificar un acceso abrupto y directo al poder.
Desde entonces, el sanchismo ha construido su hegemonía sobre un triple eje: manipulación institucional, alianza con fuerzas antisistema e impunidad moral. La primera manifestación fue simbólica pero elocuente: Rajoy, resignado, abandonaba su despacho, mientras Sánchez pactaba en hoteles de medio pelo con independentistas, que apenas unas semanas antes habían sido calificados como golpistas. El pragmatismo sin principios comenzó ahí: lo que importaba no era con quién se llegaba al poder, sino llegar… y mantenerse.
El primer gabinete, al que algunos ingenuos denominaron «el Gobierno bonito», pronto reveló su verdadera función: no gobernar, sino comunicar. Fue un laboratorio de propaganda donde la estética importaba más que la ética, donde las decisiones se subordinaban a la estrategia de imagen. La coherencia desapareció: se decía una cosa y se hacía la contraria. Se proclamaba firmeza frente al separatismo, mientras se tejían indultos y se abría la puerta a reformas penales, a medida de los condenados. Se hablaba de diálogo y se practicaba la imposición. Se invocaba el progreso y se cultivaba el clientelismo.
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En estos siete años, lo que ha quedado de la regeneración prometida es un solar. El sanchismo ha vaciado de contenido los principios básicos de una democracia liberal: la separación de poderes, la autonomía judicial, la independencia de los medios públicos, el respeto al adversario, la palabra como compromiso. Ha degradado el lenguaje político hasta convertirlo en una retórica hueca, camuflaje de un tacticismo cínico y desvergonzado. Y ha hecho del oportunismo una virtud, blanqueando socios impresentables si le garantizan unos meses más de oxígeno en La Moncloa.
La corrupción, que en otros tiempos provocaba escándalo y caídas de gobiernos, ha sido asumida como un mal menor, casi como una anécdota. No la corrupción económica, que también, sino una más profunda: la corrupción institucional, la que normaliza la mentira, el clientelismo, la ocupación partidista del Estado, la colonización de los órganos de control, el uso de la Fiscalía como herramienta política. El sanchismo no combate esa corrupción; la necesita para sostener su proyecto. Porque en el fondo, el sanchismo no es un modelo político, sino un modelo de poder.
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Pedro Sánchez ha conseguido algo insólito: transformar un partido que fue clave en la Transición democrática en una maquinaria dócil, entregada a su voluntad. Los grandes referentes del PSOE han sido desplazados o silenciados. Los críticos han sido marginados o convertidos en cómplices resignados. Lo que queda es un ejército de leales sin voz, funcionarios del aplauso, piezas intercambiables en un juego de tronos permanente. La meritocracia ha cedido ante el servilismo y el debate parlamentario ante el decreto ley.
La deriva no es irreversible, pero sí muy grave. Cada día que pasa bajo este modelo se consolidan inercias difíciles de deshacer: la polarización, la desafección ciudadana, el descrédito de las instituciones, el desprecio por las normas. Y lo más inquietante es que, mientras se erosiona el edificio democrático, se construye otro en paralelo: uno en el que el poder no se legitima por la razón ni por el bien común, sino por la capacidad de resistir, de manipular, de dividir.
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El legado del sanchismo, si no se corrige a tiempo, será una democracia más frágil, más dependiente de caudillos que de ideas, más vulnerable a los populismos de todos los signos. Porque cuando se naturaliza el abuso de poder, cuando se banalizan las promesas incumplidas y se premia la lealtad ciega por encima del mérito, lo que se siembra es desconfianza. Y una democracia sin confianza es una democracia en ruinas.
No se trata ya de Pedro Sánchez. Se trata de lo que su forma de gobernar ha significado: un modelo que ha desdibujado los límites éticos y que ha hecho del poder un fin en sí mismo. Una farsa que empezó con promesas de decencia y ha acabado en un ejercicio sistemático de impostura. Si de verdad se quiere regenerar la política, el primer paso será desmontar esta maquinaria que convierte la mentira en estrategia y la degradación en rutina.
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