El Gobierno de Pedro Sánchez afronta una crisis que amenaza con erosionar aún más su ya debilitada credibilidad. Las acusaciones lanzadas por Víctor de Aldama ... han puesto en entredicho no sólo la integridad de algunos de los más altos cargos del Ejecutivo, sino también, y de manera directa, al propio presidente. Frente a esta recia tempestad, la respuesta oficial ha sido categórica: descalificar al acusador, tildándolo de figura carente de fiabilidad, y anunciar querellas por difamación. Pero la cuestión de fondo no es quién acusa (Aldama), sino la capacidad del acusado (Pedro Sánchez) para demostrar su inocencia.
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Aldama, con su historial discutible, es un blanco fácil para los ataques del Gobierno. Sin embargo, el verdadero problema no está en la figura del denunciante, sino en la del denunciado. En este caso, la figura de Pedro Sánchez arrastra una mochila cargada de promesas incumplidas, rectificaciones interesadas y decisiones que, aunque puede que legales, han contribuido a minar la confianza de buena parte de la ciudadanía. En términos de credibilidad, Sánchez no parte de una posición ventajosa.
Hace ya seis años, Sánchez se presentó como el adalid de la regeneración política, prometiendo transparencia, coherencia y la vuelta a una ética institucional que parecía perdida. Pero el balance de su gestión cuenta otra historia. Pactos que antes eran inaceptables, terminaron materializándose; decisiones controvertidas como los indultos a líderes del proceso catalán o, posteriormente, su amnistía, se justificaron bajo un relato de concordia que no todos compraron, y una economía que, pese a algunos brotes verdes, sigue sin despegar del todo en los hogares de muchos españoles.
Las acusaciones de Aldama han encontrado terreno fértil, precisamente porque el Gobierno y, especialmente, su presidente, llegan a esta crisis con la credibilidad bajo mínimos. Las contradicciones no perdonan y Pedro Sánchez ha tenido demasiadas. Negar cualquier entendimiento con Unidas Podemos para después formar un gobierno de coalición, prometer que no habría concesiones al independentismo y acabar negociando con ellos en busca de apoyos parlamentarios, son ejemplos que pesan. Esos giros, que, para algunos, en política, pueden ser lógicos y coherentes, tienen un precio en la confianza de la gente. Sánchez ha sembrado lamentablemente un campo de desconfianza.
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La reacción del Gobierno tampoco ayuda. La táctica de desacreditar al denunciante y anunciar demandas judiciales puede ser válida desde el punto de vista jurídico, pero resulta insuficiente en el terreno político. La ciudadanía exige claridad y transparencia, no estrategias, que parecen evitar entrar al fondo de la cuestión. Si las acusaciones son infundadas, ¿por qué no abrir las puertas de par en par y demostrarlo con hechos?
No podemos perder de vista el contexto histórico. En España, los escándalos de corrupción han dejado cicatrices profundas, y la sombra de la sospecha sobre los que ostentan el gobierno es larga. A este respecto, Pedro Sánchez ha construido una trayectoria salpicada por episodios, que alimentan la duda. En este caso, no se trata solo de lo que Aldama diga o deje de decir. Se trata de la percepción pública sobre un Gobierno que, una y otra vez, se ha visto atrapado en una red de promesas rotas y discursos, que cambian según las necesidades del momento (hacer de la necesidad virtud, en palabras de Pedro Sánchez). Basta recordar cómo negó con vehemencia formar gobierno con Podemos antes de las elecciones de 2019, para firmar un pacto con la formación morada poco después. O cómo aseguró que jamás negociaría con Bildu, o cómo aseguraba con firmeza que la amnistía era inconstitucional, para después decir todo lo contrario. Todos estos hechos, aunque puede que legales, no han hecho más que sembrar desconfianza en un electorado, que exige claridad y coherencia.
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En democracia, el poder no sólo debe ejercerse con legitimidad, sino también con la confianza de quienes otorgan ese poder: los ciudadanos. Y esta confianza no se gana con palabras, sino con hechos. Aldama puede ser un personaje controvertido, sí. Pero la credibilidad no se mide únicamente por el perfil de quien acusa, sino también por el historial de quien se defiende. Y ahí es donde Sánchez tiene mucho que explicar. Sus enemigos políticos no le han puesto en esta situación, lo ha hecho él mismo con cada promesa incumplida, con cada cambio de opinión como él lo explica, que ha confundido más que convencido. De esta forma, Pedro Sánchez se enfrenta, no solo a Aldama, sino también a su propio historial. En esta batalla, la credibilidad se convierte en el arma más valiosa y, por ahora, parece estar al lado del acusador, no del acusado.
La situación actual plantea una encrucijada: o el Gobierno apuesta por la transparencia y da explicaciones contundentes que disipen las dudas, o seguirá acumulando desgaste. La confianza perdida es difícil de recuperar, y más aún para un líder que parece moverse constantemente entre la espada de la necesidad política y la pared de la credibilidad pública.
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El futuro del Ejecutivo, y quizá del propio Pedro Sánchez, depende de cómo resuelvan esta crisis, no tanto por el desenlace del caso Aldama, sino por la incapacidad de su Gobierno de disipar las dudas que lo envuelven. Para un líder, cuya principal fortaleza debería ser la confianza de los ciudadanos, cada escándalo sin revolver, cada promesa incumplida y cada acusación sin respuesta clara, lo empuja más cerca del precipicio político. En el laberinto de la credibilidad, no basta con desmentir, hay que demostrar, esperando que alguien descubra la salida con la valentía y la honestidad que exige el momento. Y por ahora, ese alguien no parece estar en La Moncloa.
Los integrantes del Grupo de Opinión «Los Espectadores» son:
Jesús Fontes, Javier Jiménez, José L. Garcia de las Bayonas, José Izquierdo, Blas Marsilla, Luis Molina, Palmiro Molina, Francisco Moreno, Antonio Olmo, José Ortíz, Francisco Pedrero, Antonio Sánchez y Tomás Zamora.
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