El 10 de octubre se celebra el Día Mundial de la Salud Mental. Hay enfermedades que duelen en el cuerpo, se ven en radiografías, se ... diagnostican con análisis. Y luego está esta otra dolencia, la más silenciosa, la más traicionera, la que carcome por dentro, sin dejar apenas señales en la piel. La que te encoge el alma, te apaga los ojos, te empuja al borde del abismo. La enfermedad del siglo XXI no es un virus ni un tumor; es la tristeza que se cronifica, la ansiedad que te asfixia, el vacío que crece en medio de una vida aparentemente plena.
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Cada vez son más. Son rostros conocidos. A veces, el vecino, el hijo, el compañero de trabajo, que luchan en secreto con la angustia, el insomnio, el miedo, la desesperanza. Y aunque nunca antes habíamos tenido tanto, nunca habíamos estado tan perdidos. Avanzamos a toda velocidad en lo tecnológico, en lo económico, en lo material… pero algo se nos ha roto por dentro. Hemos dejado de escucharnos, de tocarnos, de mirarnos con ternura. Y eso tiene un precio.
La salud mental, que debería ser asunto de todos, sigue siendo un tema rodeado de susurros y prejuicios. Se habla bajo, se esconde, se disfraza. Como si padecer depresión o sufrir ataques de pánico fuera signo de debilidad. Como si no fuese ya bastante duro sobrevivir con ese peso invisible que arrastras cada día.
Y lo más cruel es que muchos comienzan a hundirse siendo aún muy jóvenes. En España, tras el confinamiento del Covid, la cosa se agravó. Fue como si el encierro sacara a la superficie todas las grietas emocionales que ya venían formándose. Y ahí están, chavales de quince o dieciséis años que no encuentran sentido a nada. Que viven enganchados a pantallas, midiendo su valor en «likes», aislados en habitaciones llenas de WiFi y vacías de afecto.
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Las causas son múltiples. Algunas vienen escritas en el ADN, sí. Otras se heredan en forma de traumas, de infancia rota, de familias rotas. A veces basta una frase cruel, una burla repetida, un duelo mal digerido. O simplemente, el agobio, ese monstruo moderno que habita en cada correo urgente, en cada meta inalcanzable, en cada reunión de objetivos. La presión por ser perfectos nos está destrozando.
No ayuda que vivamos en un mundo que premia la apariencia y castiga la fragilidad. Que nos empuja a competir, no a cooperar. Que aplaude al que produce y margina al que se detiene a respirar. Y así vamos, corriendo sin saber hacia dónde, fingiendo sonrisas, ocultando el llanto.
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Y cuando todo se vuelve insoportable, aparecen los síntomas: insomnio, fatiga, apatía, ataques de ira, aislamiento. En los casos más graves, la idea del suicidio ronda como única salida posible. ¿Cómo puede ser que tantos jóvenes ya no quieran vivir? ¿Qué les estamos haciendo como sociedad?
Las soluciones no son simples ni inmediatas, pero hay caminos. Para empezar, hay que hablar. Sin miedo. Sin vergüenza. Porque solo lo que se nombra, existe. Y solo lo que existe, puede sanarse. Necesitamos psicólogos en las escuelas, terapeutas accesibles en los barrios, campañas públicas que enseñen a cuidar del alma como cuidamos del cuerpo.
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Necesitamos padres que escuchen de verdad. Profesores que miren más allá del boletín de notas. Políticos que inviertan en prevención, no solo en paliativos. Y necesitamos, también, pequeños gestos: apagar el móvil durante las comidas, preguntar cómo estás y quedarse a escuchar la respuesta, abrazar sin prisa.
La salud mental no es un lujo ni un capricho, es un derecho humano. Y estamos fallando. No podemos permitirnos seguir ignorando el sufrimiento invisible. Porque cuando una persona se rompe por dentro, no lo hace en silencio; su dolor repercute en toda la comunidad, en toda la sociedad. Y solo si tejemos una red fuerte, empática, comprometida, podremos sostenerla.
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Quizás una medida tan sencilla como que los colegios guarden los móviles de los alumnos al llegar, sí, como quien deja las mochilas a la entrada, podría ser un primer paso. Recuperar el contacto, la conversación, el aburrimiento incluso. Volver a ser humanos.
Porque al final, de eso se trata, de rescatar lo humano. De recordar que no todo se cura con pastillas ni con «apps», que a veces lo que más falta hace es alguien que nos mire a los ojos y nos diga, simplemente: «Estoy contigo».
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Los integrantes del Grupo de Opinión «Los Espectadores» son:
Jesús Fontes, Javier Jiménez, José L. Garcia de las Bayonas, José Izquierdo, Blas Marsilla, Luis Molina, Palmiro Molina, Francisco Moreno, Antonio Olmo, José Ortíz, Francisco Pedrero, Antonio Sánchez y Tomás Zamora.
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