Hay días que merecen celebrarse con el corazón en la mano, y el 26 de julio, Día de los Abuelos es, sin duda, uno de ... ellos. Porque si algo han sido siempre los abuelos, en cualquier lugar y en cualquier época, es eso: personas sabias, con muchas historias vividas a la espalda, y con una forma muy especial de mirar la vida.
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Nuestros abuelos son como columnas de la familia, testigos de otras épocas, guardianes de recuerdos y consejeros sin manual de instrucciones. Los llevamos dentro, muy dentro, como si fueran parte del equipaje del alma, y no hay día que no aprendamos algo de ellos, aunque a veces no nos demos cuenta.
Un abuelo, con su pelo cano y su cara marcada por los años, no es solo «el padre de mi madre» o «la madre de mi padre». Es alguien que ha vivido, que ha sufrido y ha reído, que ha trabajado duro y ha aprendido, muchas veces a base de golpes, cómo salir adelante. Basta mirarles a los ojos para ver que allí dentro hay historias, cariño y una serenidad que solo da el tiempo.
Y es que los abuelos enseñan sin necesidad de discursos. Enseñan con lo que hacen, con su paciencia, con ese modo de tomarse las cosas con calma, con ese consejo que te sueltan justo cuando más lo necesitas, aunque no se lo hayas pedido. Son maestros de la vida, pero de esos que no levantan la voz ni pasan lista.
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Además, tienen un don que no todo el mundo posee: saben entenderte. A veces ni necesitas hablar. Basta con que te abracen o te cojan de la mano para que todo vaya un poco mejor. El suyo es un amor sin condiciones, sin relojes, sin preguntas. Y eso, en un mundo tan rápido como el que vivimos, vale oro.
En casa, el abuelo o la abuela son como el ancla del barco. Siempre están ahí, firmes, estables, ofreciendo calma cuando fuera sopla el vendaval. Sus palabras orientan, sus historias nos conectan con quienes fuimos y nos ayudan a imaginar quiénes queremos ser.
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Pero no todo es solemnidad y consejos. Los abuelos también saben jugar, reír, escuchar. Son nuestros cómplices, nuestros amigos de confianza. Nos entienden como pocos, y cuando compartimos con ellos nuestros sueños, nuestras dudas o nuestras penas, sabemos que no nos juzgan. Nos quieren tal como somos, con nuestras luces y nuestras sombras.
Y qué decir de esas comidas familiares, con el abuelo o la abuela presidiendo la mesa. Ese momento en que todos, hijos, nietos, y hasta los bisnietos si los hay, nos sentamos alrededor, y ellos nos miran con esa mezcla de ternura, orgullo y felicidad que no necesita palabras. Son instantes que se nos graban en el alma, porque sabemos que estamos viviendo algo valioso.
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No hay nada que haga más feliz a un abuelo que coger en brazos a su nieto y hacerle reír. O ver cómo su familia ha crecido y sigue unida, compartiendo la vida. Es como si se asomaran al cielo por un momento, como si pudieran tocar con la punta de los dedos la dicha completa.
Y si hablamos de ayuda, ¿quién no ha contado con los abuelos para echar una mano con los niños? Su papel en la crianza es impagable. No solo porque permiten a los padres conciliar, sino porque ellos disfrutan tanto como los nietos de esa convivencia. Los unos reviven tiempos pasados, y los otros descubren cuánto amor cabe en una tarde de juegos, un cuento o una merienda en casa de los abuelos.
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La huella que deja un abuelo en el corazón de un nieto no se borra nunca. Aunque un día ya no estén físicamente con nosotros, su voz, sus gestos, sus enseñanzas, siguen vivos. En cada acto generoso, en cada palabra sabia, en cada «te quiero» que damos, hay un trocito de ellos.
Por eso, hoy, en su día, los celebramos con alegría y gratitud. Porque los abuelos son luz en nuestro camino, raíz de lo que somos, y espejo de lo que algún día quizá podamos llegar a ser. Que su legado no se pierda, que su ejemplo nos siga inspirando, y que nunca olvidemos lo importante que es tener, o haber tenido, un abuelo al que abrazar.
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Hay personas que no deberían irse nunca… pero cuando se van, se quedan para siempre. Así son los abuelos.
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