No sé si lo he contado alguna vez en esta misma página. En todo caso, no me importa repetirlo. Me refiero al hecho de que, ... con frecuencia, anime a mis alumnos a que, cuando se hagan con un libro, procuren, si es posible, que el autor les firme la obra. Un libro, con la rúbrica del escritor, sube de precio cuando, con el transcurso de los años, termina en los anaqueles de las librerías de viejo.
Fue Ana María Matute, con la que coincidí en algunas ocasiones, la que me abrió los ojos tirando de experiencia y sensibilidad: «Con el paso del tiempo –me aseguró esta maravillosa dama y singular novelista–, lo único que te agradecen los hijos es que les legues unos cuantos libros firmados por sus autores».
Las anécdotas sobre libros dedicados son muchas y ciertamente graciosas. Una que no se recoge en ninguna página de internet fue la que me contó el escritor hispanochileno Mauricio Wacquez, que vivió, durante algunos años, en París en una de cuyas universidades enseñaba filosofía. Le sucedió a Jean Paul Sartre, que, como se sabe, fue algo así como el maestro de ceremonias de los cafés parisinos, a los que acudían escritores e intelectuales de medio mundo para escuchar sus sabias palabras. Sartre, paseando cierto día por la orilla del Sena, en la que abundan los puestos de libros de lance, descubrió, entre un montón de volúmenes dejados de la mano de Dios, uno de los suyos. Lo abrió, y se tropezó con una dedicatoria propia, escrita a pluma, a cierto amigo médico. Adquirió de inmediato la obra, se la llevó a casa, añadió a la dedicatoria anterior dos nuevas palabras, 'Avec insistence', es decir, 'Con insistencia', lo metió en un sobre y se la volvió a enviar a su consulta.
En las redes sociales hay decenas de dedicatorias que, con no poco ingenio, decidieron plasmar en su día famosos escritores. Como aquella de Camilo José Cela –de quién si no– en la que, antes de adentrarse en las páginas de 'La familia de Pascual Duarte', se podía leer: 'Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera'.
A estas alturas de la vida, un servidor también cuenta con unas cuantas y generosas dedicatorias. Y alguna de ellas, con algo de glamur. Como la de Mario Vargas Llosa, que reflejó en las páginas de la que pasa por ser su mejor y más espléndida novela, 'Conversación en La Catedral'. Antes de cederle el libro –fue en 2008, en un curso de verano en el que yo participé, junto con Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte, como ponente–, le conté que por culpa de ese relato, cuando, en la ciudad de Lima, trataba de llevar a cabo la ruta literaria de esta obra, fui asaltado y robado, a punta de pistola, por un par de individuos que me dejaron sin documentación y sin blanca. Don Mario, que lamentó, con absoluta sinceridad, el desagradable incidente, tomó el libro entre sus manos y dejó estampadas estas letras: 'Para José Belmonte, lector mártir de esta novela, con toda la amistad del autor (que le pide perdón por el atraco que padeció en Lima)'.
En otra ocasión, aprovechando la amistad con la que siempre me regaló Juan Marsé, decidí, en plan mosca cojonera, todo hay que decirlo, ponerlo a prueba. Me contaban sus más allegados que Juan nunca hablaba, ni en público ni en privado, de su segunda novela, 'Esta cara de la luna', por sentirse arrepentido de su publicación. En uno de nuestros encuentros, saqué de mi mochila ese mismo libro y le pedí, expectante, preparado para el golpe que pudiera venirme encima, que me pusiera una firma. Escribió, en completo silencio, sobre una de sus primeras páginas: 'A Pepe Belmonte, con abrazos de hermano'. Marsé quedó como un señor. Y yo, como un maldito miserable.
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