El Señor de la burrica
LA ZARABANDA ·
Mi Semana Santa de cuando acabó la guerra aquellaDOMINGO DE RAMOS. Siendo yo zagal, en la Semana Santa de Jumilla (declarada finalmente 'de interés internacional'), los Armaos me despertaban temprano. Eran los primeros ... en echarse a la calle y los últimos en recogerse. Delante iban las cornetas y los tambores. Detrás, los soldados de la Paloma, con una pértiga al hombro que tenía en la punta una torcaz blanca de madera pintada. Eran romanos tan veteranos, que me parecían abuelos. Mostraban el rostro arrugado y moreno de los jornaleros sometidos a tantos soles de vendimias. Su comida principal en aquellos días cívico-religiosos consistía en arroz y granos de haba.
Los personajes de la procesión de las Palmas eran de carne y hueso. El cortejo recorría la calle de la Feria, desde el Rollo. A los zagales nos habían puesto majos. Mi palma no era rizada, por ser más propia de niñas, sino lisa y tres veces más alta que yo. Al Señor, sentado (pero no a horcajadas) sobre una burra blanca, lo conocíamos todos los zagales. Era Juan José, panadero y actor de comedias. Estaba bien elegido, pues su rostro era el de los Cristos de las imágenes. Nariz recta, frente despejada. Tenía cara de buena persona. Con peluca y barbas postizas.
Alrededor caminaban los apóstoles, alzando a los más pequeños para que tocasen al Señor. En el recorrido había arcos hechos con mantones de Manila. Debajo de cada uno se detenía paciente la burrica. Y el Señor recitaba algo parecido a un lamento: '¡Oh, ciudad noble y leal! ¡En tiempos la más dichosa!'. Y anunciaba con dramatismo que los romanos no dejarían piedra sobre piedra. Se prosternaba y rompía en sollozos.
Por la tarde bajaban a hombros, desde el Monasterio de Santa Ana, al Cristo Amarrao a la Columna, de Salzillo. Desde el corral de mi casa, veía al grupo moverse en la distancia. A la entrada del pueblo, ya anochecido, la imagen ensangrentada recibía la blanca luz del proyector del Cine Moderno. Y enseguida se encendían las miles de bombillas en los itinerarios de los desfiles, a lo largo de cientos de fachadas.
Un montón de emociones se me apretujaban dentro, dejándome suspenso hasta la hora de meterme en la cama y soñar tambores.
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