No está muerto

Era irrepetible y reunía todo lo que conforma a esos personajes que, aunque se mueran, resulta que no se mueren. Por eso, anteanoche, mi mujer (que lo adoraba) y yo estuvimos un rato hablándole. Comentamos que la mañana tan ventosa que había amanecido no traía buenos presagios. Y que ayer mismo, poco antes de que se pusiera en camino, vino a mi casa el médico de las plantas a ver por qué la palera que nos regaló el propio Perico, siendo como era una parte de la suya, no daba higos.

Cuando yo le protestaba porque sus palas sí que eran fértiles, decía: «Tú sabrás qué trato le das, tontaina. La mía está que se sale. Si quieres higos, yo te daré». A él, todo que plantaba le devolvía el ciento por uno. ¿Y lo del canario? Nos regaló uno y yo le puse Don Pedrito. En su honor, claro. Al principio, el animalico cantaba mejor que Fleta. Hasta que un día enmudeció. Y allí sigue, silencioso, pero sin ponerse de los nervios. Flemático. Como si don Pedrito fuera el mismo Pedro.

-¿Y qué comentaba Perico?

Pues igual: «Yo qué sé por qué no canta. Le habrás echado mal de ojo» -decía. Y si Pepe Carreres daba su opinión, sin ánimo de interferir, ni nada, nos miraba a los dos, de hito en hito, como quien dice, y sentenciaba: «Venga. Que te lo resuelva Carreres, que se ha pasado toda la vida entre canarios». Quiero decir con esto que a él la Naturaleza le tenía un respeto: la chumbera le daba higos, los doce perros le lamían las manos y los pájaros le cantaban hasta el agotamiento.

Todo eso era porque tenía un no sé qué, un algo, una gracia con la que lo vistieron los dioses. Mostraba la dignidad del agricultor, como lo era su padre; la mañas y picardías del zagal de pueblo; la autoridad del que sabe latín; la pluma punzante y, a la vez, acariciadora; la ironía de quien ha leído mucho; y el empaque de pasar por la vida sin molestar a nadie, pero diciendo sus verdades y (al contrario de lo que nos sucede a los demás) haciéndose de querer por ello.