Las moscas (y II)

Y eso que estamos en tiempo de vendimia. A las moscas les encanta el mosto. Y si es el arrope y calabazate, para qué contarte. Pero este apenas circula, lo que ayuda bastante a que haya menos moscas. La tal dulcería líquida, con sus gruesos tropezones, ya no se encuentra ni en pintura.

–Es demasiado empalagosa...

¡Coñe! También lo es la Covid. Y fijarse cómo es todo un éxito, lo mismo de crítica que de público. Las moscas siempre han sido golosas y marranas. No solo acuden a los trujales donde ordeñan la dulce Monastrell, sino que también se posan en las mierdas, preferentemente las humanas. Ahora apenas vemos mierdas en los solares, aun cuando la mayoría siga sin vallar. La gente tampoco caga en el corral. Cuando la postguerra, ya lo creo que sí.

Comentaba que, durante julio y lo que llevamos de agosto, vengo teniendo tratos con solo un par de moscas. Y sigo en las mismas, pues no veo manera de cazarlas. Ni siquiera con un chisme que me han regalado mis nietos, que es un homenaje a la modernidad. Digo una raqueta provista de malla metálica. Cuando se arrima una mosca, accionas un botón del mango y, si la insolente choca con la rejilla, se electrocutará. Pero jamás choca, la jodía de ella.

No se fían. Y eso que mi intención no es matarlas. No sería ecológico si, como me sospecho, solo quedan estas dos en la provincia. Quiero trincarlas para enseñárselas a los zagales de ahora. Así descubrirán cómo es una mosca en la realidad. Pero no se dejan, ya digo. Debe de ser que son moscas 'new age'. Que hablan inglés, vaya. Sin embargo, a los peces y asimilados del Mar Menor (que son sabios, pacientes, sabrosos, bonitos y rentables) nos los hemos liquidado a todos de una cagada, mejor que decir tacada.