Manolas, penitentes y cadenas
LA ZARABANDA ·
Mi Semana Santa de cuando acabó la guerra aquellaJUEVES SANTO. Hablar de glamur coexistiendo con Auxilio Social no me parece apropiado. Para mí, la procesión de esta noche es la más glamurosa. Todo ... brilla, todo reluce. (Y tan diferente de las dos del Viernes Santo, que son: espectacular la del Calvario y patética la del Entierro).
Esta del Jueves Santo es el broche de una tarde peculiar. Cada Hermandad saca a la calle a sus nazarenos, sin el capuz, con las manolas de teja y luto cogidas de su brazo. Cada grupo se acompaña de una banda de música. Tocan la misma pieza: el pasodoble de las Mantillas, del maestro Julián Santos. Todo el mundo en Jumilla se la sabe: «Tarde bella, tarde de Jueves Santo...». Van a visitar en las iglesias los monumentos eucarísticos. Me quedaba embobado viendo aquellos platos en los que nacían tallos blanquísimos, producto de la germinación de semillas. En un aparte, un Armao de la Paloma montaba guardia. Cuando llegue la Resurrección, caerá postrado, como tocado por el rayo.
Esa noche desfila la imagen más entrañable, asistida por los nazarenos de túnica morada. Al Cristo Amarrado a la Columna, todos en Jumilla lo respetan, sean creyentes o sean agnósticos. Es la procesión más musical. Las marchas fúnebres se suceden, solapándose las unas con las otras. Yo me subía a la calle del Calvario y, sentado en el bordillo de la acera, veía venir a lo lejos, bajo el cielo estrellado, los iluminados pasos. Los acordes de las bandas me llegaban, primero a retazos, luego intensamente. Y, anónimo entre tanta gente, procuraba disimular que lloraba por la emoción.
Después me bajaba a la calle de la Feria, abarrotada por los que ya habían visto pasar el desfile. De pronto se escuchaba un ruido provocador de escalofríos. El público se apartaba cauteloso para dejar paso a un penitente con una enorme cruz a cuestas, que arrastraba varias cadenas larguísimas, atadas a sus pies descalzos. De cuando en cuando se repetía esa presencia. Estas figuras chirriantes (seis u ocho en total) vestían el sayal de un tono entre negro y pardo, como un fantasma vestido de oscuridad. Dos agujeros en la tela, delante de los ojos, dejaban ver las señales de un sufrimiento voluntario.
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