El fondo de la cuestión
Todas las disfunciones que causa el Título VIII de la Constitución derivan del carácter provisional, inicial y abierto con que determina las competencias
El problema de España no es Puigdemont, ni tampoco el separatismo catalán; como, a pesar de las apariencias, nunca lo ha sido el separatismo vasco. ... Puigdemont se puede quedar en Waterloo, o puede venir a Cataluña; que lo detenga la Guardia Civil, o los Mossos de Escuadra; que se le juzgue, que se le condene, o que se le absuelva; que se le indulte, o no. ¿Qué más da? Ese no es el problema de España. A lo largo de los últimos decenios, los separatistas vascos y catalanes nos han dado muchos disgustos: que si el Plan Ibarretxe, que si las leyes de desconexión con España, que si la declaración unilateral de independencia de la república catalana... Incluso hoy tenemos que aguantar los desplantes de Junts, los desprecios a todo lo que significa España, sus continuos alardes y jactancias sobre que lo único que les importa es la independencia, y que el interés general de los españoles les trae absolutamente sin cuidado. Pero, aun así, ni Puigdemont ni todos estos sarpullidos separatistas son de verdad el problema de los españoles, en la medida en que no son más que consecuencias y manifestaciones de una grave cuestión de fondo, que los políticos españoles no hemos sabido, no hemos querido, o quizás no hemos podido abordar con la valentía, responsabilidad y sentido de la Historia que el asunto requiere. La cohesión territorial de España no depende de los delirios de Puigdemont, ni siquiera de la ambición política de Pedro Sánchez. El verdadero fondo de la cuestión, la verdadera raíz de nuestros problemas de solidaridad territorial es el Título VIII de la Constitución. Se está diciendo, ya desde hace años, que su reforma es urgente e ineludible, si queremos frenar las tendencias fragmentadoras de los separatistas, y si queremos alcanzar una adecuada gobernabilidad de este país, de modo que se haga posible el cumplimiento de los principios de solidaridad entre las regiones y de la unidad indisoluble de España.
La actual redacción del Título VIII produce muchas disfunciones. Sin duda, las más graves, y las más peligrosas, son los estallidos separatistas. Pero no son las únicas. En los últimos cuarenta años no hemos logrado la igualdad de todos los españoles ante los grandes servicios públicos. La calidad de la sanidad pública no es la misma en Extremadura que en Cataluña. Ni las comunicaciones ferroviarias, ni las dotaciones educacionales... Tampoco hemos logrado un acuerdo sobre una financiación de las autonomías en la que predomine la solidaridad entre las regiones ricas y las regiones pobres. Los instrumentos de nivelación de rentas no han funcionado. Y el aldeanismo regional campa por sus respetos; lo cual se nota ostentosamente cuando se cuestionan las grandes infraestructuras, como el Trasvase Tajo-Segura, o cuando unos cuantos políticos regionales alicortos animan la idea de que el Ebro pertenece a los aragoneses, o el Tajo a los manchegos, y no a la totalidad de los españoles integrados en el Estado. Da la impresión de que aquí cada región va a lo suyo; de que a los partidos que surgen en cada región sólo les preocupa lo suyo, y no lo que es de todos. Y así, inevitablemente, España terminará siendo un Estado ingobernable.
Todas las disfunciones que causa el Título VIII derivan del carácter provisional, inicial y abierto con que determina las competencias. Cuando se elaboró la Constitución, se aceptó el 'café para todos'. Todo territorio podía constituirse en autonomía, y se inició una carrera desenfrenada, porque nadie quería ser menos que Cataluña o el País Vasco. Se intentó definir, por un lado, las competencias del Estado, y, por otro, las de las comunidades autónomas. Pero este intento de introducir claridad y rigor quedó en nada porque el artículo 150 permite que el Estado 'transfiera' o 'delegue' a las regiones las competencias definidas como estatales; y que las Cortes permitan a las comunidades autónomas que dicten normas legislativas en el marco de los principios, bases y directrices fijados por una ley estatal. Y, de este modo, los propios constituyentes sembraron las semillas del conflicto. Los separatistas vascos y catalanes han sido insaciables. Y lo van a seguir siendo. Tratarán de vaciar absolutamente al Estado de todas sus competencias, de modo que el Estado desaparezca en sus regiones. Y esto, como una etapa para conseguir la ruptura de la unidad de España.
El problema, pues, no es Puigdemont, si se le indulta o si se le amnistía. Puigdemont no es más que una patética anécdota
El problema, pues, no es Puigdemont, si se le indulta o si se le amnistía. Puigdemont no es más que una patética anécdota. El verdadero problema de los españoles es que necesitamos con urgencia que se reforme la Constitución; que esta reforma sólo es posible con el acuerdo del PP y del PSOE; y que ni el PP ni el PSOE son capaces de ponerse de acuerdo. Y, de este modo, van prolongando y agravando día a día la agonía del Estado español, mientras ellos se entretienen en trifulcas electorales, en reyertas parlamentarias, o en simples luchas por el poder político, olvidándose del contenido profundamente ético que debería tener la política como dedicación.
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