Juan de la Cierva en la Universidad de Murcia
Al final va a tener razón la irónica sentencia que afirma que si hoy no te han llamado fascista es que no estás haciendo bien ... las cosas. Un grupo de profesores de la Universidad de Murcia ha impulsado un manifiesto en el que, exhibiendo una presunta superioridad moral, afirman que quienes no condenan a Juan de la Cierva como fascista están blanqueando el fascismo. Al margen de que así demuestran una gran ignorancia acerca de lo que fue el fascismo y sobre la ideología monárquica de De la Cierva, incurren en el típico gesto demagógico, desgraciadamente hoy habitual, de sustituir los argumentos por las descalificaciones (equivalente a si dijéramos que quienes no condenan a Largo Caballero están blanqueando el totalitarismo estalinista). Resulta más escandaloso cuando proviene de la universidad, pues a sus miembros se les supone y exige objetividad científica, aunque en este caso las ha anulado la pasión política. Si bien la historia no es una disciplina exenta de intereses y valoraciones, desde la academia se debe optar por análisis históricos que no rebosen ideología y que, al menos, estén en condiciones de dialogar con análisis alternativos. Ello exige, ante todo, no descalificar a los que no piensan como tú. Es una lección elemental de primer curso de metodología científica y de ciudadanía democrática que, en esta ocasión, los autores del manifiesto han olvidado.
Si atendemos al objeto de debate en sí, o sea, a Juan de la Cierva, es claro que los historiadores no se ponen de acuerdo. Ello no debería ser motivo de escándalo; el desacuerdo es parte de la actividad científica. El profesor Roberto Villa afirma que no hay base documental para defender que el ingeniero auspiciara consciente e intencionadamente la sublevación del 36; ni tan siquiera para sostener que tuviese conocimiento de la misma. El profesor Ángel Viñas cree lo contrario. Independientemente de que parezca más sólido el informe del primero –de más de veinte folios— que el folio y medio del segundo, la cuestión es que prima la presunción de inocencia, y no se puede condenar a nadie sin pruebas suficientes. Y más cuando ese alguien es una de las pocas celebridades científicas internacionales con las que cuenta España. Además, parece extraño que la España democrática condene a alguien que exaltó y reivindicó la propia República, también durante la terrible Guerra Civil. Pero nosotros no queremos entrar en la cuestión histórica, que dejamos al debate de los expertos. Aunque sí nos vemos interpelados como ciudadanos para opinar sobre a quiénes debemos honrar.
En esta cuestión es especialmente valioso el informe del profesor Javier Guillamón, el cual ha advertido, con buen criterio, que es preciso evitar el presentismo y el moralismo que pone la historia al servicio de determinadas ideologías políticas al precio de sesgarla interesada y arbitrariamente. Si proyectamos nuestros estándares morales sobre el pasado con el objetivo de excluir de la vida pública a los personajes que no se ajusten a ellos, deberían quedar fuera desde Platón hasta Hitchcock, pasando por Julio César, Shakespeare, Rousseau o Napoleón; incluso el machista y mujeriego Nelson Mandela lo tendría difícil, pese a ser uno de los grandes santos laicos contemporáneos.
Se nos dirá que una cosa es tolerar la presencia pública de un personaje controvertido, y otra cosa exaltarlo mediante un homenaje público del tipo que sea. De acuerdo, pero exigiríamos mayor precisión. Quizá sea conveniente establecer criterios (que necesariamente estarán entreverados de datos objetivos y preferencias morales y políticas) acerca de qué 'incorrecciones' deben considerarse inasumibles; qué tipo de homenajes pueden hacerse a según quién; dónde poner el límite de la contaminación con el mal que queremos tolerar, etc. Recordemos que el racista Sabino Arana tiene un monumento que lo glorifica en Bilbao, que el asesino y homófobo Che Guevara tiene uno en Leganés, o que en la reciente marcha republicana del 14 de abril en Madrid se ha rendido homenaje público a los asesinos totalitarios Stalin y Lenin. Y a nadie se le ha ocurrido pedir que se retiren tales monumentos o que la ley determine a quiénes se ha de exaltar en las marchas republicanas.
Estos argumentos permiten cuestionar una ley, la confusa y tendenciosamente denominada de Memoria Democrática, que sin recato alguno sustituye la búsqueda de la verdad por la protección unilateral de una ideología, la de izquierdas. El tratamiento (jurídico-penal, literario, político, fílmico, etc.) de un pasado reciente tan traumático como lo es el de la Guerra Civil española exige menos demagogia y sectarismo y más finura jurídica, más grandeza de miras, más consenso y más rigor científico. En suma, más respeto a los españoles.
Todo ello nos lleva a la conclusión, después de leer el manifiesto con atención, de que este no es fruto del estudio riguroso de una realidad histórica, sino que parece pretender construir un relato ideológico y atacar al rector de la Universidad por solicitar un informe al profesor Guillamón a petición del Gobierno de la Región de Murcia. Curiosamente, el manifiesto no critica a la Secretaría de Estado de Memoria Democrática por pedir un informe al historiador que más vehementemente se ha opuesto a Juan de la Cierva. El hecho de que las elecciones al rectorado de la Universidad estén próximas seguro que no ha tenido nada que ver con el desafortunado manifiesto.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión