A veces, cuando te gusta la obra de un determinado escritor, es preferible no caer en la tentación de hurgar en los secretos de su ... vida. Pero resulta inevitable: la curiosidad mató al gato. Al lector le apetece colarse en la cocina de la escritura, y, por ende, tener noticia de todos esos detalles y anécdotas que revuelan en torno al personaje.
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La vida de Hemingway, en comparación con su obra, que hoy, por cierto, anda de capa caída, un tanto devaluada, resulta poco edificante. Al margen de su carácter mujeriego, que le une a tantos otros escritores a lo largo de la historia, están presentes esos otros estímulos que le impulsaban a beber como un cosaco y a cazar leones, con los que se fotografiaba con la bota sobre sus cabezas. Por no hablar de Bécquer, por muy romántico que fuera. En el trabajo se dedicaba a dibujar y a escribir poemas. Y en la calle, a seducir a las damas amparándose en su cara bonita y en su labia descomunal. De ahí que terminara sucumbiendo a las temibles enfermedades venéreas que se lo llevaron por delante, por mucho que, en ciertos manuales, se insista en que murió de tuberculosis, el mal de los poetas de entonces.
Juan Ramón Jiménez, el poeta de Moguer que consiguió el Premio Nobel de Literatura en 1956, no les anduvo a la zaga. Rubricó una vida poco ejemplar y digna de ser imitada, a años luz de su poesía, caracterizada por su relumbrante pureza. Hace unos años, en un breve artículo escrito por un hispanista húngaro llamado Lásló András, este aseguraba que Juan Ramón era «un orgulloso aristócrata que odia al vulgo profano y cree escribir para la minoría siempre». Aun así, le perdona la vida. Porque, después de todo, su poesía fue determinante para el desarrollo de la literatura española y europea de la segunda mitad del siglo XX. Lo comido, por lo servido.
Rubricó una vida poco ejemplar, a años luz de su poesía, de una relumbrante pureza
Pero, además de ese orgullo, que parece ser una de las divisas de cualquier escritor de cualquier época, el poeta andaluz fue reconocido como un tipo egoísta y antisocial. Y cobró fama de donjuán, al menos hasta que conoció a la que habría de convertirse en su mujer, Zenobia Camprubí, que le leyó la cartilla y lo puso en su sitio. Los andaluces, siempre tan chistosos y creativos, se dirigían a la genial pareja como Juan Ramón y 'Zunobia'.
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Sin contar con esas otras historias que los biógrafos de Juan Ramón, enamorados, sin duda, del personaje, se han negado a relatarnos. Hay pruebas de que sufría de hiperestesia y de priapismo. Como buen hiperestésico no soportaba el más mínimo sonido, que en su mente se convertía en un auténtico cañonazo. Rubén Darío, un tanto jocosamente, llegó a decir que Juan Ramón era una persona 'nefelibata', adjetivo que, según el diccionario de la RAE, es aquella tan soñadora que apenas se da cuenta de la realidad. En resumidas cuentas, que siempre está pensando, literalmente, en las musarañas. Su paso por un par de sanatorios fue la gota que colmó el vaso.
Primero en Burdeos, a principios del siglo XX, y luego, dos años después, en el Sanatorio del Rosario, donde se sabe que estuvo al cuidado del doctor Simarro, conocido alienista, neurólogo y seguidor de las doctrinas de Darwin, en una época en la que era muy peligroso afirmar que el hombre venía del mono y que, por lo tanto, no había sido creado por Dios a su imagen y semejanza.
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Juan Ramón Jiménez no llevó muy bien, sin embargo, lo del priapismo, es decir, la erección prolongada y dolorosa que le conminaba a perseguir, incluso, a las pobres y compungidas monjas del sanatorio, que huían del autor de 'Platero y yo' escandalizadas. Nada grave como para que esas anecdóticas minucias llegaran a manchar su excelsa y luminosa hoja de servicios: una poesía en donde queda fielmente plasmado su espíritu, como si el hombre, en su vida cotidiana, no hubiera roto jamás ni un solo plato.
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