Por más que haya pasado la friolera de 150 años desde el nacimiento de Antonio Machado, su memoria, su ejemplo, su poesía, su literatura siguen ... intactos, flamantes como el primer día. Lo mismo sucede con su tumba, en la ciudad francesa de Colliure, en donde sus numerosos y continuos visitantes, que le rinden homenaje y expresan su admiración, no permiten que exista ni un solo día en el que don Antonio se encuentre perdido entre la nada, sin esos amigos, venidos de cualquier parte del mundo, que le dejan sobre su lápida, no tan fría ni pesada como la de los demás muertos, poemas escritos a mano, piedras conmemorativas. Y flores mágicas que nunca envejecen ni se ponen mustias.
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A Machado, la mayoría de la gente, lo conoce, aun siendo un escritor popular, incluso durante el más duro franquismo, por sus versos, por 'Campos de Castilla', sobre todo. Y también por Serrat, que convirtió algunos de sus poemas en música sagrada y serena.
Como el resto de los escritores de su generación, Machado había leído a media doce de filósofos –Bergson, Kierkegaard, Nietzsche, Schopenhauer y algún otro–, pero supo asimilar sus enseñanzas. Al contrario de tipos tan soberbios y altaneros como Unamuno, Machado era tan humilde y modesto que no se atrevió a firmar sus ideas con su propio nombre, sino a través de otros pensadores, inventados por él, como Juan de Mairena y Abel Sánchez. Son unos textos que, aunque publicados en vida, poca gente conoce porque la alargada sombra de su poesía ha exterminado lo que crecía a su alrededor.
Los textos recogidos en 'Juan de Mairena' o en 'Los complementarios' son de una extraordinaria belleza, y sirven, además, para conocer con mayor profundidad al hombre y al poeta. Machado procura ser moderado. Se hubiera sentido muy incómodo de haber vivido en el mundo actual con tanto insulto, con tanta asquerosa mentira, con tanto mediocre aupado a lo más alto. Pero, aun así, de vez en cuando, se atreve a decir, quizá un poco avergonzado, que nunca ha habido en el mundo, como hay en nuestros días, tanta gente que parezca rebuznar cuando ríe. Y cuando no ríe, me permito añadir. Incluso cuando ni siquiera abre la boca. Se nota que no soportaba a los tontos, que los hay a miles, de toda clase y especie.
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El discurso de Machado es tan actual que resulta asombroso. Como si, de vez en cuando, se levantara de su tumba y, sin ser visto, se diera una vuelta por el mundo, 'viendo a ver', que diría nuestro añorado García Martínez. Pero a él, como buen noventayochista, lo que más le interesa es España. Y los españoles, a los que le reprocha ese 'vivir acéfalo' que nos caracteriza. Y asegura que es propio de hombres de cabezas medianas embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza. A don Antonio no le gusta criticar por criticar y busca soluciones: en España no se dialoga porque no se pregunta. De ahí que, en la calle, en la tele o en el mismísimo Parlamento, se dé una triste impresión de gallinero al que ha entrado la zorra a darse un buen festín.
Machado convierte en oro todo lo que mira. De la poesía de Bécquer dice que es un acordeón tocado por un ángel. Y a Unamuno, que fue tan distinto a él, le llama 'poeta de la angustia'. Sin embargo, se ve a sí mismo como un simple y sencillo 'coplero', cuando en realidad ya era, en aquel tiempo, uno de los más grandes poetas del siglo XX en todo el mundo.
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Después de más de cuarenta años de crítico literario, la lección de Machado sobre este oficio para vivir que no da para vivir, como afirmaba Larra, me ha servido para mucho y puedo asegurar que he procurado seguir su consejo al pie de la letra: la crítica benévola, de buena voluntad –escribió en su día este hombre de torpe aliño indumentario–, es la única que deja rastro profundo.
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