Un asiento de primera fila en el Infierno
Fue el propio Sinatra quien afirmó, con absoluto convencimiento, que el mejor cantante del mundo no era él mismo, sino Tony Bennett
Hace un tiempo, cuando mi hija Inés sólo contaba con doce o trece años e iba descubriendo por su cuenta a muchos de los grupos ... y artistas de mi época –Dire Straits, Led Zeppelin, Nina Simone...–, me preguntó qué cantante me parecía que era el mejor de todos los tiempos. No me lo pensé ni un solo segundo: Sinatra, Frank Sinatra. El porqué era difícil de explicar: quizá por mi gusto personal, pero, sobre todo –no sé si esto llegó a entenderlo–, porque era un tipo con pinta de truhan, de golfo de barrio, que no necesitaba hacer un gran esfuerzo para que su voz –la Voz– fluyera como una onda expansiva que, como un río de seda, penetraba en el corazón por el camino más recto. Mientras otros se dejaban la piel y la garganta, tratando de entonar una canción, a Sinatra sólo le bastaba con abrir la boca, como si estuviera ante un espejo alisándose el cabello.
Fue el propio Sinatra quien, cuando se le formuló esa misma pregunta que me hizo mi hija, afirmó, con absoluto convencimiento, que el mejor cantante del mundo no era él mismo, que podía haberlo dicho y quedarse tan campante, sino Tony Bennett, otro intérprete estadounidense, de origen italiano, nacido un tres de agosto de 1926, que aún vive y que, por motivos de salud, se despidió para siempre de la profesión hace un par de años.
Sólo por los 'duetos' que, no hace tanto, como si se tratara de su verdadero canto de cisne, llevó a cabo acompañado, en uno de ellos, por Amy Winehouse –'Body and Soul'– y, en el otro caso, por Lady Gaga –'The lady is a tramp'–, Bennett ya merecería un lugar entre los mejores, un altar en la iglesia americana que él mismo eligiera.
Pero detrás de este personaje, que ha cumplido con creces los noventa y seis años, hay, como sucede con todos los genios, una historia. Y no del todo feliz. Poco se ha hablado de esa época, en la década de los ochenta, tan dolorosa, en la que su carrera parecía irse al traste debido a su afición por las drogas, en especial por la cocaína. A lo que habría que añadir, como perro flaco que era por entonces, sus graves problemas con el fisco americano, siempre inflexible y tenaz. Sus hijos fueron los que lo salvaron. Los que le hicieron ver lo mucho que valía y lo que aún le faltaba por regalar al mundo.
Tampoco conviene olvidar el hecho, nada despreciable, que le llevó a participar, como soldado de infantería, sin cumplir siquiera los veinte años, en uno de los episodios finales de la II Guerra Mundial, cuando los Aliados destruyeron las últimas posiciones alemanas. Y allí estaba él, que no tenía nada que perder después de haber crecido en el seno de una familia pobre, de inmigrantes italianos que no tuvieron mucha suerte en la vida. Cuando se le preguntaba por su experiencia bélica, siempre repetía la misma frase: «Conseguí asiento de primera fila en el Infierno».
Desde 2016, Anthony Dominick Benedetto, es decir, Tony Bennett, padece alzhéimer. Y, aun así, quería seguir cantando, hasta que sus hijos le obligaron a colgar el micrófono y a mirar más por sí mismo. Hasta entonces, amparado en su voz tan singular y en esa eterna sonrisa que lo hace aún más atractivo y simpático, había conseguido dieciocho Grammys y vender cincuenta millones de discos.
En la última foto que, hasta ahora, se ha publicado de Bennett, fuera de los focos, aparece acompañado por su hija, sentado en un parque como un ciudadano cualquiera, con las manos entrelazadas sobre sus rodillas, con su porte elegante, a pesar de sus zapatillas de deporte blancas y sus calcetines a juego, con la mirada un tanto perdida y con ese peso invisible de la fama caído sobre los hombros.
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