Nada es lo que parece

El amo de la pelota

Manuel Vicent habla, sobre todo, de su infancia y juventud en la carpetovetónica España de entonces

Viernes, 27 de septiembre 2024, 00:20

Durante la larga y casi interminable noche oscura del franquismo, unos vivieron mejor que otros, valga la verdad de Perogrullo. Viene esto a cuento porque, ... recientemente, han salido a la luz unas memorias, disfrazadas de novela, género que, como ya avisó Baroja, es poco menos que un saco en donde cabe todo, en las que Manuel Vicent, que es uno de los prosistas españoles más brillantes de los últimos decenios, habla, sobre todo, de su infancia y juventud en la carpetovetónica España de entonces.

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Una sugerente, sutil y bien escrita «historia particular», como él mismo la denomina, en donde aflora el niño que ya soñaba con ser escritor y comerse el mundo. Porque, desde bien temprano, cuando apenas era un zagal, su alma comenzó a estructurarse de libros y de canciones de Little Richard o Elvis Presley, sin haberse apeado aún del todo de aquel caballo de cartón del tiovivo.

Vicent fue un privilegiado y él mismo lo reconoce sin rubor alguno. No todo el mundo experimentó la sensación de poder de la que goza quien tiene un balón de reglamento, de ser el amo de la pelota y hacer las alineaciones según su conveniencia para ganar todos los partidos por goleada. Ni la suerte, cuando ya era un espigado muchacho repleto de ideas e inquietudes, que dudaba de la existencia de Dios ante su silencio frente a los males del mundo, de tener en casa, a su entera disposición, un picú, que por entonces aún se escribía 'pick-up'.

Un privilegiado que, como muy pocos jóvenes de su tiempo, tuvo ocasión de viajar al extranjero, de pasear por las calles por donde deambularon los personajes del 'Ulises' de James Joyce, en Dublín, y echarse al coleto una pinta de cerveza Guinness en la Duke Street; o un Campari en la terraza del Rosati, en la Piazza del Popolo de Roma.

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Por no hablar del Seat 600, que era el coche de la clase media española desde finales de los años cincuenta del siglo pasado, y que él recibió pronto en casa, aunque, por entonces, aún no podía conducirlo porque no tenía el carné, y tuvo que conformarse con acariciar la chapa como si fuera un animal doméstico.

El libro de Vicent, 'Una historia particular', está escrito con un poco de desorden, a salto de mata, aquí te pillo, aquí te mato, pero es tanta la elegancia de su prosa, tan cálida y sugerente, que al lector más exigente le importa un bledo que el autor juegue a su antojo con el espacio y el tiempo. Qué más da si todo resulta entretenido y, sobre todo, verosímil.

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El novelista valenciano aún recuerda, con cierta delectación, lo que supuso para él la fama, ese momento mágico en el que empezaba a ser reconocido por la calle, por el portero de su edificio o por una farmacéutica que le vendió, por primera vez, unas pastillas sin receta, después de que Vicent hubiera salido en la tele, entrevistado por los inolvidables Yale y Tico Medina, en la primera cadena de la única televisión que existía.

Tampoco comió mal del todo cuando aún había mucha hambre. Y buena prueba de ello es que dedica sabrosas páginas a cuestiones gastronómicas, llegando a la feliz conclusión, que un servidor suscribe, de que el aceite de oliva virgen extra de primera prensada en frío vale mucho más que cualquier filosofía, por muy intelectual que uno se ponga.

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La sensibilidad y la extremada ternura que Manuel Vicent demuestra en estas páginas se aprecia, aún más si cabe, cuando, ya casi al final del libro, habla de sus perros, de esos benditos chuchos, para los que también existe el Cielo, que formaron parte de su existencia. Hasta el punto de llegar a preguntarse: «¿Qué otra cosa puede uno esperar de la vida, sino que al final una perra te sea fiel, te recoja la pelota, te sonría cuando la acaricias y llore cuando te mueras?». Ellos sí que son los verdaderos amos de la pelota.

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