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Decía Richard Rorty a finales del XX que «La gran cuestión que se le plantea al siglo que viene podría formularse del modo siguiente: '¿Sobrevivirán ... al imperio de la ley los ideales de igualdad entre los hombres y de fraternidad universal en un mundo superpoblado... sujeto... al control de unos señores de la guerra que, sabiendo apenas leer y escribir, dispondrán de armas nucleares?'».
Pero los hombres y mujeres europeos de las últimas décadas debieron pensar que eran cosas de los viejos agoreros de la Filosofía, pues sumergidos en una plácida ingenuidad historicista, asumieron que todo estaba conseguido. Carentes del sentido de responsabilidad política hacia las generaciones pasadas, descuidaron su propio papel en el presente y también para el futuro. 'Pasotas de la política', adoptaron el papel de legítimos merecedores de los logros de sus parientes difuntos. Y ahora la política europea tiene que reaccionar.
Pero... ¿política qué? De repente descubrimos que no hay tal cosa como una entidad política europea y por ende tampoco una 'civitas' correspondiente. Sobre Europa caen destellos de espejos poliédricos que, como un Aleph inconexo, muestran las deficiencias de un proyecto ilusionante y necesario que quedó en una unión poco más que económica.
Los proyectos de unión internacional que llenan el entusiasmo de precoces modernos como Emeric Crucé y su Nuevo Cineas (1623) o el Gran Proyecto (1638) de Sully, y culminan en los más tardíos de Bentham o el mismo Kant con su Paz perpetua, no han parecido tener a día de hoy la culminación programática necesaria. Este es uno de los debates abiertos en la ciencia política actual tras el cisma abierto por las medidas sorpresivas en lo económico y diplomático del presidente de los Estados Unidos.
Hay en aquellas ideas modernas una motivación civilizatoria que en algún momento de la Edad Contemporánea perdió su solución de continuidad. Las causas de esta dejadez colectiva son complejas, pero a quien mira de soslayo le parece que la cosa oscila entre un cansancio continental de posguerras y un excesivo relajamiento derivado quizás de la falsa creencia de que tras los grandes conflictos mundiales todo quedó resuelto con la ONU y la OTAN. Sin embargo, ahora vemos que aquello no fue suficiente, y que los proyectos de paz mundial requieren de una verdadera conciencia ciudadana implicada en vínculos activos que superen movimientos meramente mercantilistas y de ideología light que mueven a las masas hacia simpáticos gestos para la foto.
Kant, que quería alejarse de las utopías, pues no era hombre de ensoñaciones, pensaba en la paz mundial más acá del «dulce sueño» que anhelan los filósofos, pero sin duda más allá del eslogan preferido por las misses de belleza internacional. Bien sabía el konisberguense que la paz sólo interesa a los hombres o jefes de Estado si están hartos de la guerra, y que el fin de toda hostilidad no es algo natural entre los pueblos sino el resultado de una conquista. La paz hay que instaurarla, y este 'statu' requiere de la labor política no sólo del gobernante, ni tampoco del intelectual, que parece todavía hoy alejado de la 'res gestae'. Nos topamos como ciudadanos con un viejo imperativo político que obliga al cosmopolitismo como nacionalidad contemporánea.
El europeo deberá recuperar su identidad perdida, anclada en las conquistas de una civilización que tendremos que activar en sus verdaderos motores de cohesión y defensa simultáneos. Será útil volver otra vez los ojos a la tradición griega de la ciudadanía activa de las primeras democracias, las nociones romanas del derecho y posiblemente de la guerra, así como los baluartes burgueses que conquistaron la América norteña. Pues el estado de bienestar y el 'statu quo' son vulnerables sin un esfuerzo que supere la mera aportación impositiva y la congratulación de palmadita festiva en la espalda. La democracia, la libertad y la seguridad, tantas veces consabidas, reclaman ahora a un ciudadano con responsabilidad histórica consciente de su papel en el arte de la paz.
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