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Historia natural del sinvergüenza

Con nuestra tolerancia pueril, no hemos sido capaces de identificarlos, señalarlos con el dedo y protegernos

Miércoles, 27 de noviembre 2019, 02:25

Hay un concepto biológico llamado preadaptación para describir una característica que durante la evolución, cambia de funcionalidad. Un ejemplo clásico son las plumas de las aves, que apareciendo como elementos de regulación térmica en los ancestros dinosaurios, terminarían facultando para el vuelo. El ciclo de reproducción rápido de las plantas con flores (angiospermas) en relación con las gimnospermas es otro caso ilustrativo: hace unos 66 millones de años, después de la catástrofe de finales del Cretácico, reproducirse con rapidez habría supuesto una ventaja considerable para colonizar los ambientes calcinados que habría dejado el impacto del famoso meteorito. Sin embargo, las angiospermas habían aparecido millones de años atrás, adaptadas a ecosistemas marginales en los bosques cretácicos. Por preadaptación entendemos pues la aparición afortunada de rasgos que originándose de manera fortuita, terminan por tener una gran utilidad bajo condiciones ambientales diferentes.

Traigo este ejemplo de la paleontología porque sirve a un caso sociológico: el del sinvergüenza. Me refiero a quien sistemáticamente actúa de forma inmoral, al caradura, desaprensivo, rufián o villano. Muchos sinvergüenzas son hoy descritos como acosadores, aunque no pocos medran en ámbitos supuestamente diseñados para su detección y contención, como la Justicia y la política. La literatura psicológica también estudia el arquetipo y habla, por ejemplo, de perversión narcisista o de trastorno límite de personalidad. Ciertamente, algunos son psicóticos carentes de síntomas, con un Yo desestructurado que sin embargo, es capaz de aprovechar las fisuras de las normas sociales en beneficio propio. Bien sabemos, como decía Oscar Wilde, que la misma sociedad que nunca perdona al soñador, puede hacerlo con el criminal.

Hablamos del político que dice una cosa durante la campaña y hace lo contrario el día después de las elecciones, del empresario que quema la fábrica para cobrar el seguro, del deudor que dice ser insolvente mientras pasea con su cochazo del restaurante a su chalet, del dependiente que te devuelve de menos por si cuela. Lo cierto es que usted lidia con sinvergüenzas a menudo: expertos en instaurar la duda y esconder su incompetencia, poner en circulación malentendidos, manejar insinuaciones, tomar la honradez como sospechosa o como indicio de debilidad; nunca se deprimen ni tienen remordimientos, aunque pueden simular cualquier sentimiento, incluso presentarse públicamente como moralizadores, dando lecciones de rectitud. De teatralización refinada, ningún sinvergüenza se hace de adulto: se requieren muchos años para trucar la moral y que no te quite el sueño tomar lo que no es tuyo.

Si usted tiene más de cuarenta, igual recuerda cuando se hacían tratos con un apretón de manos. Pero llegó el meteorito de la posmodernidad cambiando las reglas del juego y el sinvergüenza es hoy el rey de la escena porque ha quedado una nube de polvo que dificulta la previsión colectiva. Ahora somos urbanitas y no nos conocemos de antaño. Vestidos de cibersuperioridad, ya no pensamos en el mono desnudo con el que nos la estamos jugando. Serio error antropológico cuya consecuencia ha sido que los modelos relacionales se alejen de sus fuentes naturales de apego, virtud e integridad. Así, el ecosistema extramuros de la infancia del sinvergüenza es hoy un mundo global donde las trampas sofisticadas son las claves del éxito y la celebridad. Con atildado camuflaje en esta jungla de asfalto, su preadaptada patología social será vista como la parte saludable de cualquier conflicto y lo que antaño fue un estigma, se transforma en ventaja.

Si la magnitud de la mentira pública se ha disparado y la corrupción campa por las esquinas no es porque haya más sinvergüenzas sino porque, con nuestra tolerancia pueril, no hemos sido capaces de identificarlos, señalarlos con el dedo y protegernos. Nos hemos dejado desorganizar, les hemos permitido medrar, llegar a posicionarse para el control y la toma de decisiones.

No tengo consejos, pues siempre habrá catástrofes imprevisibles. La desfachatez tiene algo de parasitismo, pero no hay sistema ecológico que soporte un parasitismo universal, así que supongo que los damnificados aprenderán. A todos nos une nuestra consabida humanidad y yo mismo desconozco mi papel en esta selva postraumática. Pero incluso si yo también fuera un sinvergüenza, bien sé que no puedo hacerle trampas al ácido desoxirribonucleico. Vivimos en una sociedad que no distingue sus cadenas, olvidando que «solo la esperanza tiene las rodillas nítidas» (pues sangran: Juan Gelman). Aquí estamos todos y aquí debemos soportarnos. Cabe pues, contemplarnos en la tremenda experiencia de Primo Levy: «También nosotros nos cegamos con el poder y con el prestigio hasta olvidar nuestra fragilidad esencial: con el poder pactamos todos, de buena o mala gana, olvidando que todos estamos en el guetto, que el guetto está amurallado, que fuera del recinto están los señores de la muerte, que poco más allá espera el tren».

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