La espera y la esperanza
La ciudad nos permite administrar el tiempo; la naturaleza, en cambio, no se presta a apremios ni demoras
Espera y esperanza forman parte del proyecto vital de la persona, del abundante o mermado caudal de sus temores, deseos o aspiraciones. Son actitudes expectantes ancladas en la estructura antropológica del hombre, y engarzadas en la dimensión de temporalidad por la que discurre la vida humana.
La esperanza se proyecta hacia el futuro; la espera está más atada al presente. Una y otra caminan hacia lo que aun no es, y han de hacerlo por una ruta empedrada de paciencia. Esperamos con el corazón aterido o ardiendo de deseo; un interludio que nos abrasa el ánimo o lo llena de escarcha.
Una expresión coloquial, 'dar largas', acuña las trampas de la demora. Las dos cariátides del templo literario de la paciente espera son Penélope y Sherezade, dos historias clásicas de la dilación encarnadas en estos dos mitos. Penélope es la esposa de Odiseo o Ulises, a quien añora durante su prolongada ausencia. Su hermosura, talento y virtudes habían atraído a Itaca a numerosos pretendientes que se esforzaban por persuadirla de que Ulises había muerto, y de que debía casarse de nuevo. Obligada a ceder a sus exigencias, les comunicó que estaba resuelta a elegir esposo tan pronto como acabara de bordar la túnica que confeccionaba. Durante el día se entregaba a su tarea con asiduidad, pero cada noche deshacía lo bordado, y merced a este artificio pudo entretener a sus pretendientes.
La nave de Odiseo va de aquí para allá, agitada por tormentas y adversidades, por golpes del destino y caprichos de los dioses. Pero la lanzadera sigue oscilando en perfecta sincronía y anuda la suerte del telar a la azarosa singladura de su esposo. Con ello, Homero nos regaló a los mortales el don de Penélope, ese privilegio de suspender el curso del tiempo y aplazar una llamada, una visita, un viaje o una respuesta.
En el apólogo árabe, un califa a quien la infidelidad de su esposa ha convertido en fiero vengador contra frívolas féminas, hace llegar a su lecho una virgen a la que manda decapitar a la mañana siguiente, para que no pueda sobrevenirle una nueva traición. Pende el afilado alfanje sobre el cuello de la hermosa Sherezade que, sin embargo, logra demorar su ejecución tejiendo maravillosas historias cuyo desenlace promete para la noche siguiente. Tras 1.001 noches presentará al califa tres hijos nacidos durante sus largos relatos y él, fascinado por su elocuencia, la tomará por esposa.
La ciudad nos permite administrar el tiempo; la naturaleza, en cambio, no se presta a apremios o demoras. No se puede meter prisa al trigo, al brócoli o a la naranja, por mucho que se manipule el proceso de maduración. Y es inútil forzar el canto de un pájaro o la aurora de un capullo.
Nuestro tiempo está a menudo influido por pautas de espera o esperanza. Aguardamos un empleo, una herencia o acaso un perdón. No lo obtiene Sísifo de los dioses del Olimpo, y la roca que empuja ladera arriba hasta la cima vuelve a caer una y otra vez. Los personajes de Beckett son parientes lejanos de Sísifo que, esperando a Godot, asumen la inutilidad de su existencia. Y en el relato kafkiano 'Ante la ley', un hombre llegado de lejos pretende cruzar la puerta de la Ley, pero un Guardián se lo impide durante años.
Vivir dejándose resbalar por la existencia puede resultar grato y fácil; pero no faltarán las ocasiones en las que haya que afrontar el amargo espesor de la realidad.
La esperanza es consustancial a la existencia, por desesperante que sea. Lo confirma el testimonio de Viktor Frankl, prestigioso psiquiatra judío deportado a Auschwitz, que sobrevivió a los horrores de aquel campo de exterminio manteniendo viva la esperanza de la liberación. Es lo que en psiquiatría se llama 'la ilusión del indulto', que desarrollan los condenados a muerte aferrándose a la infundada esperanza de que van a ser indultados antes de su ejecución.
Le aconteció a Dostoievski con la llegada a galope de un correo del zar, cuando se hallaba ya con los ojos vendados frente al pelotón de fusilamiento.
Experimentos científicos demuestran que una rata enjaulada, a la que se le cierra la salida y toda posibilidad de escapar, acaba por rendirse y por dejarse morir de desesperación. Pero el hombre es mucho más que una rata, y cuenta con poderosas fuentes de coraje, tesón y entusiasmo para sobreponerse a la quiebra de su esperanza.