Borrar

Esta vez es diferente

De nada sirve el crecimiento inclusivo si no es sostenible, es decir, si cubrimos nuestras necesidades a costa de comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas

Sábado, 15 de febrero 2020, 02:22

Hay un hecho que define la situación económica actual. No es posible crear riqueza sin abordar simultáneamente los problemas de distribución de la renta y los medioambientales.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el crecimiento económico venía acompañado de una cierta redistribución y los problemas medioambientales ni siquiera estaban entre nuestras preocupaciones. Esta vez es diferente.

¿Por qué impulsar el crecimiento?

Para distribuir hay que crear riqueza. Desde antes de la crisis de 2008, el crecimiento de los países avanzados (más allá de los ciclos de crisis y bonanza) ha ido ralentizándose. Los organismos internacionales estiman que en los próximos años el crecimiento medio de la Unión Europea (si no se adoptan medidas) apenas alcanzará el 1,5%, lejos de los años 80, cuando el crecimiento se acercó al 2,5%.

Esto se debe a dos circunstancias. Por un lado, la población en edad de trabajar apenas crece: los 'baby boomers' se jubilan y la natalidad es baja. Por otro lado, la productividad, es decir, la eficacia con la que trabajamos (más formación, más tecnología…) aumenta más despacio.

Para mejorar la capacidad económica de los ciudadanos y atender las crecientes necesidades del estado del bienestar es preciso impulsar el crecimiento. Parece razonable abordar los retos demográficos y dedicar una parte mayor de los recursos públicos a infraestructuras y, en particular, a investigación y desarrollo.

¿Por qué es importante que el crecimiento sea inclusivo?

Diferencias de renta acusadas acaban por limitar la creación de riqueza. Por ejemplo, porque limita el acceso a la educación de parte de la población. Una situación que además tiende a enquistarse. La probabilidad de que una persona acceda a la universidad si sus padres no son graduados es del 15%; mientras que, si al menos uno ha tenido educación universitaria, es del 60%.

La desigualdad tiene además consecuencias políticas. La percepción de que el crecimiento no llega a todos genera malestar. Aumenta la desafección hacia las instituciones y ayuda al surgimiento de populismos que, con frecuencia, proponen recetas simplistas e inapropiadas para generar prosperidad.

Pues bien, en las últimas décadas, la desigualdad ha aumentado en los países desarrollados. Esta dinámica se explica por varios factores entre los que se citan con frecuencia la globalización y la digitalización.

Es cierto que la globalización ha tenido consecuencias negativas sobre parte de la población. Las rentas medias y bajas han visto cómo sus ingresos crecían a un ritmo modesto o se estancaban, ante la deslocalización o la mayor competencia de economías emergentes en determinadas actividades. También la digitalización puede reducir el empleo o los salarios por causa de la automatización de procesos. Un problema serio cuando muchos de los trabajadores y de las regiones afectadas carecen de las habilidades y condiciones precisas para aprovechar nuevas oportunidades.

Por eso, es fundamental abordar las consecuencias de la globalización y la digitalización sobre la desigualdad. Sería un error, sin embargo, poner trabas al progreso tecnológico o revertir sin más la globalización. Ambas son fundamentales en la mejora del bienestar general.

¿Y el medio ambiente?

De nada sirve el crecimiento inclusivo si no es sostenible, es decir, si cubrimos nuestras necesidades a costa de comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas. Eso es lo que sucederá si no frenamos el aumento de las temperaturas.

El aumento de las temperaturas obedece a las emisiones de carbono que resultan del uso de combustibles fósiles. Estas emisiones se deben a un fallo de mercado: los costes de las actividades que contaminan no recogen los daños causados al resto de la población. En consecuencia, los precios son también más bajos, de modo que su producción y consumo se sitúa por encima del óptimo. Ese fallo justifica una intervención pública que impulse la transición hacia una economía baja en carbono.

Cuanto más tarde se adopten las medidas, más tarde asumiremos los costes potenciales del cambio, pero estos serán más duros. En algunas áreas y actividades (agricultura, inmobiliario, turismo…) tal vez difíciles de revertir.

¿Qué hacer entonces?

Para lograr un crecimiento inclusivo y respetuoso con el medio ambiente es necesaria una aproximación global, que resuelva conflictos de interés y concilie las necesidades de corto y medio plazo.

Tiene que ver, entre otras cosas, con las políticas educativas, con las de natalidad e inmigración, con la regulación laboral, con los marcos institucionales, con la transición energética, con la competencia, con la inversión en investigación y desarrollo o con las políticas presupuestarias.

Exige también una buena coordinación internacional. Muchos de los retos que afrontamos tienen un carácter global que no se puede abordar desde los estados. Abordar los tres objetivos simultáneamente no es fácil, exige una acción decidida. Elegir y asumir costes y beneficios, pros y contras de cada política porque, ya saben, nada es gratis.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

laverdad Esta vez es diferente

Esta vez es diferente