Crispación y malas formas
¿Sería mucho pedir que el primero que intervenga no tire la primera piedra? ¿O que el segundo en contestar no responda a la provocación?
Asistimos desde hace unos años a unos malos ejemplos de ciertos diputados en sus contactos con los medios de comunicación, en sus intervenciones durante las sesiones parlamentarias o en comisiones, que llaman la atención por su inoportunidad, contenido ofensivo o desprecio de nuestros conciudadanos.
En la historia de la tradición parlamentaria, en la que tampoco han faltado lindezas de sus señorías, destacan sin embargo frases o comentarios de diversos protagonistas, más o menos acertados, pero dignos de comentario o consideración en cuanto a su contenido. En este sentido llaman la atención, entre otras, las siguientes frases inteligentes: «No me importa que un político no sepa hablar, lo que me preocupa es que no sepa de lo que habla» , «Os admito que no os importe la República, pero no que no os importe España. El sentido de la patria no es un mito», «España no puede ser de unos contra otros». Otras dejan huella duradera: «Vamos a dejar España que no la va a conocer ni la madre que la parió», «Estamos en 1999... eso significa que hace 1.999 años que nació Cristo», «Yo, como sé de lo que hablo, me callo», «¿Por qué no te callas?». Otras son absurdas o hilarantes: «En Madrid estará permitido todo lo que no esté prohibido», «Estoy muy a gusto y tranquilo porque tenemos un Rey bastante republicano», «Las decisiones se toman en el momento de tomarse», «El dinero público no es de nadie», «La tierra no pertenece a nadie, salvo al viento», «Fin de la cita», o «Los hijos no pertenecen a los padres», que forman con otras muchas más un abanico de frases o contenidos opinables, acertados o no, pero en cualquier caso no ofensivos, algunos con gracia, otros con desatino, pero soportables, algunos de cuyos autores habrá recordado probablemente el lector.
Pero últimamente no es así, no se convive en concordia, sus señorías presentan cara nada más entrar al Congreso, como si vinieran forzados en esta etapa de crisis sanitaria, o tuvieran salarios pendientes de cobro, o se les mandara al peligro del contagio por el incumplimiento de algunos del uso de mascarilla o haberles sacado a la fuerza de casa. Pero cuando toca el turno de su intervención, en vez de exponer con serenidad su posición se acude a la acusación sistemática del incumplimiento de las obligaciones del contrincante, olvidándose del verdadero eje central del debate. Y cuando parecía que se había avanzado en el Congreso guardar las formas de sus señorías, se quitan la careta y empiezan a despotricar del contrario con improperios y descalificaciones, llegando incluso a los insultos y como remate a las ofensas personales, donde acunan los resentimientos. Si bien es cierto que no todos lo practican. Pero esto no va gustando ya a muchos. A algunos les recuerda –aunque no lo vivieran– a tiempos pasados que de ninguna manera se repetirán por la firme muralla que supone la Constitución que nos dimos en 1978, donde todos cabemos y los tribunales protegen.
Esas llamadas a las dos Españas frentistas no solo es un error por la sangrante tragedia que nos trajo y por el enorme daño espiritual y físico durante años entre hermanos que se vivió, convirtiéndose en una situación irrepetible del pasado, sino también porque hubo una tercera España, conformada por el colectivo de gente recogida en sus hogares o desempeñando sus importantes o humildes puestos de trabajo, la España desbordada que llama García de Cortázar de Alcalá Zamora, Julián Besteiro, Miguel Maura, Ortega y Gasset, Salvador de Madariaga, todos ellos perdedores de algo: la vida, la infancia, la libertad, la esperanza, que también describe Paul Preston y hasta del Azaña envejecido y abatido, cada vez más cerca de esa tercera España, según Cortázar, con su epitafio en Barcelona sobre los muertos en uno u otro bando con «el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón». Lo cual no evita que los enfrentamientos actuales traigan a la gente pacífica inquietud y temor, y que se trabaje para que desaparezcan, saliendo en defensa de la Constitución.
Esta situación comenzó con la llegada del populismo, en los años de crisis de 2008 y siguientes, especialmente con los restos del comunismo y con la izquierda extrema de Podemos, que practicaban los excesos de palabra y comportamiento y que las reglas constitucionales han ido templando, hasta el punto de dar doctrina ahora sobre su texto. Durante un tiempo nadie han tenido enfrente. Después ha venido a incorporarse la extrema derecha, contestando a la provocación. Pero ambos extremos están bajo el amparo de nuestra Constitución y con representación parlamentaria con formato de partido legal que hay que aceptar políticamente, y los excesos se han ido repartiendo, dicen, como medio de refrenar al otro y en legítima defensa.
¿Sería mucho pedir que el primero que intervenga no tire la primera piedra? ¿O que el segundo en contestar no responda a la provocación? ¿Y que la critica o debate vaya por senderos templados?
Pero últimamente hemos sufrido excesos de agresividad y descalificación que parecen responder, para algunos, a una estrategia de la crispación, en la cual no solo están los componentes de una extrema izquierda o de derechas, sino lo que es más criticable el propio poder Ejecutivo, por causa quizás de sus pactos de gobierno: frases como la del vicepresidente acusando de golpista a Vox, con la connivencia de quien hace de presidente de la Comisión, y añadiendo que «en realidad –a los de ese partido– les gustaría dar un golpe de Estado, pero no se atreven», y aun cuando han reconocidos ambos su error, lo limita el vicepresidente al marco en el que se produjo la acusación, pero no al contenido de las palabras. Lo que está totalmente fuera de lugar. Como también lo está contestar la oposición agraviada calificando de «pirómanos comunistas» a los de Podemos o de «hijo de terrorista» al vicepresidente, entrando al juego del enfrentamiento. Creando entre unos y otros, e impropiamente el Gobierno tolerante, la indeseada situación de enfrentamiento, cuando debiera ser el freno y ejemplo de neutralidad. Y si además se consiguiera que las señorías de derechas e izquierdas, moderadas o extremas, se miren a la cara durante las respectivas intervenciones, en vez de dar la espalda u ocultarse entre los papeles, como alguno caracterizado hace, se reducirían la crispación, las malas formas y la mala educación de algunos políticos.