La isla

Sala de urgencias

Una sala de urgencias es un mundo aparte, un espacio al margen que resumo en tres puntos: siempre está llena de gente, es fea de ... cojones y por mucha gente que haya, nadie está ahí por gusto. Parece mentira que afuera estén las calles y sus aceras y luzca un sol hermoso y mofletudo con 28 grados en febrero (hablar del tiempo siempre es ya inevitable, con rango de personaje en el tablero de nuestras vidas, donde es uno más). Pero de repente entras en urgencias y estás en otro planeta: neones, tableteo de toses, una neutralidad decorativa poco amable propia de espacios sanitarios y un olor a desinfectante de más que tampoco ayuda a sentirse mejor. Resumiendo: un lugar inhóspito donde uno no quisiera estar nunca.

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Pero el caso es que aquí estoy, y me da por pensar en este artículo para acolchar la espera, que también podemos dilucidar en tres puntos: nunca es corta, nunca es una (siempre pasas por varias consultas previas antes de llegar a la buena) y está ritmada por un silencio ambiente que solo rompe el pitido de los números que 'binguean' en pantalla. Ahí, hora y media después, está el tuyo. ¡Bingo!

Aliviado por el fin de la espera, me dirijo al médico y, si antes estaba deseando que saliera mi número, ahora no estoy tan seguro de querer que haya salido: el dolor es tan terebrante y la cosa tan delicada que temo lo que puedan hacer conmigo. A qué tipo de test manual me van a someter. Así que en lugar de ir rápido, empiezo a enlentecer la marcha, demoro la llegada, con pasos tanteantes en el pasillo níveo.

Ahí está la consulta. El número es el mío. Lo sé porque para engatusar a mis nervios he ido repasándolo memorísticamente por el camino. El médico me señala la camilla, donde me echo en posición poco ventajosa. Momento táctil. Me trastea. Se me hace de noche. Joder, si antes dejé de ver el sol, ahora veo las estrellas. Son solo quince segundos, pero parecen horas, hasta que me da su veredicto y me manda una inyección, que me pone una mujer con ademanes de machote, así que, dos horas después, salgo adolorido y abroncado, pero aliviado de dejar atrás la sala de urgencias.

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Ahí está el sol, al fin. Más hermoso que nunca. Bendito sea.

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