La cena de Navidad
A mi tía Ana Guevara
Se celebraba la cena de Nochebuena en una residencia de ancianos de Murcia. Las mesas, convenientemente separadas y ocupadas cada una de ellas por seis internos, todos provistos de mascarillas, estaban colmadas de alimentos saludables, pero muy sabrosos, constando en el menú incluso dulces de Pascua adecuadamente dosificados. Era una noche especial y los mayores debían disfrutarla. Cada abuela y cada abuelo se vistió con sus mejores galas y todos se encontraban alegres y expectantes junto al belén y el árbol en el salón instalados. Al filo de las nueve comenzó el banquete, se recordó a los compañeros arrebatados por la maldita pandemia y a los que tuvieron que quedarse en sus habitaciones, y se procedió a brindar por la vida.
Y fue a continuación cuando alguien expuso una idea: cada uno de los comensales animaría la velada narrándoles a los otros cinco de su mesa un acontecimiento de su vida en el que había sido muy feliz. Todos acogieron tal sugerencia con una mezcla de satisfacción y de nostalgia, y desde el principio ya cavilaban para trasladar al resto una historia interesante, siempre de su juventud.
En la mesa de Ana se sentaban cuatro mujeres y dos hombres, todos buenos amigos, pues solían compartir el almuerzo siempre los mismos. Se sortearon los turnos y comenzó la fiesta, destinándose a cada uno un máximo de diez minutos para su exposición. Era como una mesa redonda, pero sin moderador, pues no lo necesitaban.
En primer término les contó su mejor recuerdo Fermín, un viejo ferroviario que con entusiasmo narró el episodio vivido a sus treinta años cuando se le encomendó por la Renfe conducir un convoy compuesto por la máquina de vapor y diez vagones de viajeros desde Murcia hasta Barcelona. Cada sensación, cada maniobra, cada paisaje y cada experiencia vivida en las muchas y sucesivas estaciones por las que ese tren transitó fueron trasladadas a los demás con enorme satisfacción. Y acabó presumiendo de que en su pueblo aquella máquina hoy es un monumento instalado en un céntrico paseo junto al mar.
Después hablaron los hermanos de Bullas Matilde y Enrique, quienes contaron con entusiasmo aquel día, hace 65 años, en que les tocó la lotería. Reunieron a su extensa familia y, no sin alguna polémica, repartieron las distintas asignaciones a padres, hijos y resto de los hermanos. Fue para ellos la fecha más feliz de sus vidas y, desde luego esas vidas mejoraron notablemente a partir de entonces.
A continuación tomó la palabra Daniel, un ingeniero alicantino al que se le iluminaban los ojos recordando el día en que se inauguró el pantano por él planificado. La ilusión de la llegada de las aguas y el espectáculo contemplado por técnicos y autoridades al comenzar su función la presa jamás se le olvidará.
Jacinto, un viejo escritor, narró con lágrimas en los ojos la tarde en que le fue entregado en su ciudad, Cartagena, un premio concedido por la publicación de lo que él siempre consideró su mejor poemario. Por unas horas se creyó Garcilaso o Machado y nunca dejó de disfrutar con aquel recuerdo.
Finalmente correspondió el turno a Ana, quien emocionada trasladó a los demás lo vivido la noche en que, siendo muy joven, participó como actriz en la representación en el Teatro Guerra de Lorca de una obra de ambientación egipcia. Llegó incluso a declamarles algunos versos nunca olvidados. Y el milagro estaba a punto de producirse, pues cuando se dispusieron de nuevo a brindar, todos se levantaron sin dificultad alguna y pudieron percibir lo fabuloso e inexplicable, pues presentaba cada uno de ellos idéntico aspecto al que tenían al tiempo de cada una de las anécdotas expuestas, siendo de resaltar la enorme juventud que todos exhibían en ese mágico momento.
Desde el resto de las mesas los residentes se quedaron asombrados, no daba crédito a lo que veían, y también los cuidadores y demás empleados del centro mostraron su sorpresa y admiración. Entonces una enfermera comentó entusiasmada que elNiño del belén esbozaba una sonrisa y todos comenzaron a cantar villancicos, lo que se dilató más de una hora.
Sobre las doce de la noche culminó la cena y los de la mesa afortunada se dirigieron felices a sus habitaciones, sin ayuda de nadie, sin sillas de ruedas, sin muletas o bastones, y sobre todo, sin tristeza. Eran jóvenes de nuevo y la vida les sonreía.
A la mañana siguiente todo volvió a su estado normal, pero ni ellos ni sus compañeros de residencia olvidarían jamás aquella cena de Nochebuena.