Cecilio
NADA ES LO QUE PARECE ·
Hace poco, presentó en la Universidad de Murcia su libro 'La víspera', que viene a ser algo así como un resumen de su propia existenciaNo todos los días tiene uno ocasión de conocer a alguien que se llame Cecilio. O de ir por ahí presumiendo de tener un amigo ... en cuyo carné de identidad conste ese nombre. Supongo que lo mismo pasará con los que se llaman Anastasio –había uno en mi clase del instituto de Beniaján al que, como por aquella época ya estudiábamos Física y Química, todo el mundo le decía «Potasio»– o Plácido, que era otro de la misma clase que vivía por la zona de la llamada Cordillera Sur, que, aun siendo un crío de doce o catorce años, era más rojo que la grana y se había convertido, tan tempranamente, en un enconado luchador contra el franquismo.
Están, eso sí, los 'Cecilios' de toda la vida. Como el pintor valenciano Cecilio Pla, que murió poco antes de que comenzara la Guerra Civil, y que era un soberbio retratista, un excelente autor de escenas de playa –como su paisano, no sé si amigo, Joaquín Sorolla–, y también costumbristas, repletas de luz y de gracia, de su tierra natal. Y aún recuerdo, si me estrujo la memoria, a un tal Cecilio Alonso, jugador de balonmano durante mi etapa juvenil, que era –son palabras de mi madre cuando yo enchufaba el televisor para ver sus partidos los domingos por la mañana– más alto que un pajar, más largo que una caña licera.
Y, claro, nuestra pobre Cecilia, la cantante, que murió a los veintiocho años de edad de un desgraciado accidente automovilístico en 1976, justo cuando paladeaba el dulce licor del éxito. La Cecilia de 'Mi querida España', de 'Dama, dama' y, sobre todo, de 'Un ramito de violetas'. Las mismas violetas que luego todos tuvimos que llevarle a su tumba.
Y las otras Cecilias menos famosas. Más de andar por casa. Porque en la misma calle en la que yo nací había una familia procedente de Asturias –se contaba en el pueblo que los dos maestros, marido y mujer, habían sido depurados por el régimen franquista– en la que tanto la madre como la hija, soltera y sin compromiso, respondían al nombre de Cecilia. Aunque a esta última, por ser más refinada y algo coqueta, los críos de la Huerta terminamos por ponerle el apodo de 'Cecilina'.
Nuestro Cecilio, mi amigo Cecilio Hernández Rubira, es natural de Fortuna, pero vive desde casi siempre en la capital de la Región. Hace poco, unas cuantas semanas, presentó en la Universidad de Murcia su libro 'La víspera', que viene a ser algo así como un resumen de su propia existencia y un adelanto de todo lo que aún le queda por vivir, con poemas verdaderamente inspirados, entrañables y hermosos, muy bien trabajados, repletos de verdad, sinceros siempre, que saben a música celestial, como si el propio Cecilio expresara por su propia boca lo que todos los seres humanos llevamos en nuestra cabeza y no sabemos cómo manifestarlo. De ahí que escriba sobre atardeceres, sobre las voces perdidas de la niñez, sobre las labores del campo, sobre los huertos y sus frutales, sobre su pueblo, sobre la paz del invierno en la casa paterna en donde pasó sus primeros años al amor de la lumbre. Y sobre sus amigos más entrañables, como los poetas Sánchez Bautista, Pérez Valiente o Paco Brines.
El día mismo de la presentación, en el Hemiciclo de la Facultad de Letras, con la excepcional presencia en la sala de los Tres Rectores –Ballesta, Cobacho y Luján–, un contemporáneo suyo, Juan Guillamón, que comparte su mismo oficio, un tipo inteligente y cachondo con fama de polemista, aseguró, ante una sala casi abarrotada de público, que Cecilio Hernández Rubira era un excelente poeta, un respetable ingeniero... y un político nefasto. Y no porque lo hiciera mal el tiempo que ocupó el cargo de director general, sino por su falta de ambición, por haber renunciado a ser un trepa y no querer vivir, eternamente, de la mamandurria política. Que es lo que ahora se lleva.
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