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La cara oculta del maltrato

No existe naturaleza infantil alguna que resulte proclive a deformar la realidad. El niño solo teme al dolor y al abandono

Miércoles, 4 de marzo 2020, 02:30

Por los caprichos del destino, o los dictámenes de alguna divinidad, hace tiempo me las vi deambulando por los pasillos de un juzgado de familia en los momentos previos a una vista judicial. Las puertas de la sala estaban abiertas y los afectados, con cara de circunstancias. De repente, para desconcierto general, se oyó a Su Señoría decir: «Ya sabemos que las mujeres somos muy malas». Se pueden imaginar lo que vino a continuación.

Recuerdo aquellos días porque, a raíz de una iniciativa de la Asociación de Mujeres Juezas de España, se han celebrado en Madrid unas jornadas sobre el Síndrome de Alienación Parental (SAP). Las conclusiones descubren que mi vivencia en aquel juzgado no fue insólita, pues muchas decisiones implican violencia institucional cuando los hijos aborrecen a los padres. Hay pautas reiterativas: niños maltratados, un sistema que los desoye y no investiga mientras se sirve de las madres para obligarles a marchar con papá. Menores que son tomados como seres discapacitados para la voluntad o el discernimiento.

Rechazada por cualquier institución competente, el SAP es una trampa pseudocientífica para la que cualquier rechazo a la figura paterna nace indefectiblemente de las malas artes femeninas. La solución pasa por alejar a los niños de la madre para que sanen en la distancia. En otras ocasiones, se afianzan custodias compartidas que privilegian a padres negligentes que necesitan mantener su estatus para seguir dañando a sus antiguas consortes.

Cabe preguntarse por qué. La respuesta está en que el hombre siempre ha procurado una falsa medida de sí mismo. Nadie está desprejuiciado. Lo que diferencia el acierto del desacierto no es la virtud reglamentaria sino un evento repartido desigualmente por la población humana: la inteligencia. Me refiero a eso que permite a una persona desvestirse de su toga cultural, lo que distingue al hombre justo es el amor a la verdad, la libertad para pensar y la templanza para decidir.

Es este proverbial desconocimiento de la naturaleza humana lo que culmina en la creencia de que si un niño se caga literalmente cuando ve a su padre, resulte probable que haya sido envenenado con la manzana de Lilith (la primera en abandonar el Edén del desposado). El SAP sigue ajusticiando niños por la misma razón por la que algunas eminencias de la abogacía usaron las teorías de Darwin para justificar la esclavitud, el racismo y los genocidios. Porque las mentes perezosas quieren autoridad, porque las mentes asustadas piden tradición. Porque las mentes estrechas son pasadizos tortuosos que interpelan iluminación. El SAP es magistral como luz de gas porque cumple las expectativas de los que han de preservar su poder; diseñado para que cualquier cosa que haga una madre por proteger a sus hijos se vuelva en su contra.

Pero no existe naturaleza infantil alguna que resulte proclive a deformar la realidad. El niño solo teme al dolor y al abandono. El riesgo de esta desconsideración es funesto, pues la violencia en la infancia es una herida para la biografía. Se precisará luego demasiada energía para lidiar con un terror cotidiano que vivirá dentro, el recuerdo de la vulnerabilidad absoluta; la culpabilidad por haberse dejado romper en mil pedazos. «Creo que este hombre ha enfermado por sus recuerdos», decía Freud.

Nos interesa lo global, pero desconocemos lo que ocurre en casa. El estrés postraumático ha sido inspiración para el cine, pero ahora sabemos que por cada soldado, hay cien niños en peligro. Y la ciencia demuestra que el maltrato emocional puede ser más devastador que el abuso físico. Necesitamos promover el estudio del trauma infantil y más educación antropológica para los agentes judiciales. La mejor forma de prevenir toda enfermedad en el adulto es luchar contra el maltrato infantil, un lacra de salud pública que sigue oculta entre penumbras y prejuicios.

En el idioma del trauma, la confusión marca el discurso. Algún suertudo resiliente acabará escribiendo 'El Malestar en la Justicia'. Otros surgirán de su dolor como 'jokers' de un avispero abrasado. Pero la mayoría serán corderos silenciosos. El escritor afgano Khaled Hosseini lo describe con espanto en 'Cometas en el cielo': «Me convertí en lo que soy ahora a los doce años, en un frío y nublado día de invierno de 1975... Fue hace mucho tiempo, pero lo que dicen sobre el pasado no es verdad... Mirando ahora hacia atrás, me doy cuenta de que llevo los últimos veintiséis años asomándome a ese callejón desierto».

La sociedad civil debe forzar soluciones judiciales para los disparates de origen judicial. Los niños deben ser escuchados («Dad palabra al dolor: el dolor que no habla gime en el corazón hasta que lo rompe». Shakespeare, 'Macbeth').

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