Campos de vergüenza
Al hablar de campos de refugiados les damos un significado que no tienen: el de espacios de protección y refugio
Ya sabemos que lenguaje y realidad social son dos elementos relacionados estrecha y recíprocamente. El lenguaje refleja los principales valores y principios de una sociedad. ... La forma de expresar las cosas nos dice mucho acerca de las relaciones sociales, las estructuras de organización y de poder y las creencias que han mantenido las sociedades a lo largo del tiempo. Pero, aun siendo fundamental, se suele reparar menos en la influencia que existe en el otro sentido: las palabras actúan también sobre el mundo que nos rodea, esto es, el lenguaje tiene capacidad performativa, a través suyo interpretamos la realidad, la definimos, la imaginamos y, así, colaboramos también a crearla. Se trata de un proceso de producción simbólica; el hecho de nombrar contribuye a la creación del mundo social.
En los últimos años un ejemplo de esta capacidad productora del lenguaje me ha interesado sobremanera. Me refiero a una denominación que hizo fortuna hace poco y ganó presencia pública a raíz de la publicación de un libro con el mismo nombre: la España vacía. Me he tenido que frotar los ojos al comprobar que solo hace cinco años de su publicación. Ha sido tan generalizado su uso, tan bien acogido tanto en los medios expertos como en el habla cotidiana que da la sensación de que lleváramos toda la vida designando así a ese territorio complejo al que antes solíamos llamar España interior, entre otros calificativos con mucho menos recorrido. La denominación tuvo un giro –interesantísimo, precisamente, en cuanto al alcance de su significado– al pasar poco tiempo después a utilizarse ampliamente la de España vaciada, que incidía, esta vez sí, en el carácter si no enteramente intencional o deliberado tampoco natural o azaroso del proceso. Al generalizarse el uso de ambas expresiones, que aluden a la pérdida de población, al vaciamiento demográfico, hemos omitido otra realidad que seguramente la define igual o mejor y, sobre todo, compromete más su presente y su futuro y señala, por cierto, la actuación política necesaria para revertirla: la de la ausencia de recursos y servicios y, en definitiva, la vertebración desequilibrada del territorio. Volviendo al comienzo, nombrar poniendo el énfasis en el vaciamiento ha eclipsado desde entonces hablar de desigualdad, abandono y falta de oportunidades.
He pensado en esta relación entre lenguaje y realidad social tras asistir a una actividad en la que varios miembros de la Asociación Amigos de Ritsona contaban sus experiencias pasadas en distintos campos de refugiados en Grecia y anunciaban su próxima visita al campo de Lesbos a final de año. Durante el encuentro, uno de los participantes, Joaquín Sánchez, señaló mientras narraba y compartía algunas de las vivencias en los campos, teñidas por la miseria, la precariedad y la injusticia, que bien podrían llamarse campos de concentración en lugar de campos de refugiados. Advertía del recelo que esta denominación pudiera causar, seguramente porque aquellos resultan inseparables de la experiencia histórica reciente, de su vinculación con la guerra y la persecución, con los trabajos forzosos y el exterminio. Pero si atendemos a sus características reales, al funcionamiento efectivo de estos campos griegos (y antes que ellos, lamentablemente, otros tantos) las diferencias se acortan, a juzgar por las circunstancias de indigencia e insalubridad, a su condición más duradera que transitoria, a la restricción de la movilidad y, en última instancia, la prohibición de abandonarlos, al incumplimiento de las más mínimas garantías en el proceso (de solicitud de asilo, en este caso), en definitiva, a la completa vulneración de los derechos humanos.
Nos hemos acostumbrado a emplear esa denominación, la de campos de refugiados, por convención y hábito, también por ser la utilizada por gobiernos y organizaciones internacionales desde hace décadas para referirse a estos asentamientos temporales, pero tengo cada vez más la sensación de que al llamarlos así creemos o asumimos que se rigen por las características y garantías de protección que la configuración jurídica de refugiado suele tener o, mejor dicho, la tiene quien efectivamente ha recibido el amparo de un país, en forma de asilo u otras formas de protección internacional. No es el caso, sin embargo, o lo es de una forma tan débil y precaria que difícilmente puede ganarse el derecho a hablar de protección, si acaso de insuficiente y superficial asistencia. Por eso me pareció oportuno recoger las palabras de quien los designaba como campos de concentración, porque al hablar de campos de refugiados les damos una naturaleza que realmente no tienen, contribuimos a dotarlos de un significado del que carecen: el de espacios de protección y refugio. Pienso, pues, que convendría generalizar el uso de otras denominaciones: campos de encierro, de reclusión, de espera trágica, de infamia... y de vergüenza. Vamos a ver si así colaboramos a transformarlos o eliminarlos.
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