Café minero

NADA ES LO QUE PARECE ·

El Lloret, mitad bar, mitad restaurante, con su inequívoco aire de taberna, nos retrotrae a otros tiempos

El establecimiento no podía estar mejor situado: en una esquina, entre las calles Andrés Cegarra Salcedo y la de Pérez Galdós. El uno, poeta casi ... desconocido pero de excelentes versos, nacido en La Unión. Murió a los treinta y cuatro años de una enfermedad que fue paralizando su cuerpo poco a poco, y que le mantuvo postrado, desde muy jovencito, en una silla de ruedas. Del otro, de don Benito, ya está todo dicho como para andarse con elucubraciones, pero al que, a buen seguro, le hubiera encantado conocer La Unión justo en la época en la que él escribía sus mejores novelas, hacia finales del siglo XIX, cuando en la ciudad cantaora y minera había decenas de cafés cantantes y, en palabras de Asensio Sáez, uno de sus hijos más ilustres y preclaros, se encendían los puros habanos con billetes de mil pesetas.

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Justo allí, entre esas dos arterias, a unos pocos metros de la calle Bailén, en donde, hasta hace bien poco, se alzaba, majestuoso y noble, el hogar de los Cegarra (María, la escritora de la que se enamoró perdidamente Miguel Hernández, Pepita, la mayor, y el malogrado Andrés), se encuentra el Lloret, mitad bar, mitad restaurante, con su inequívoco aire de taberna, que nos retrotrae a otros tiempos, con su característico olor a madera y a esencia de licores, con su decoración de barriles y de tinajas de barro en donde, en otra época, se guardaba el vino en los sótanos de las casas, al resguardo de la luz y a la temperatura idónea.

El Lloret, según se anuncia, está a punto de cerrar sus puertas para siempre. Los hijos están ya en otra cosa, y el dueño, Jesús, del que luego algo se dirá, no cree en la continuidad del negocio en manos de otras personas. Su carta no es demasiado exuberante. Es más bien humilde, como si aún visitaran el local aquellos mineros del siglo XIX que volvían del trabajo muertos de cansancio y necesitaban con urgencia refrescarse el guajerro. Unos michirones, que han cobrado merecida fama, las patatas fritas con huevos caseros, las chuletas de cordero, unos calamares... Pero la estrella de esta casa, que tiene nombre valenciano por el apellido del suegro de Jesús, que procedía de aquellas tierras, es el vermú, cuya fórmula ni el propio dueño la conoce. Se toma fresco, sin hielo, y se sirve de un barril, como si fuera cerveza.

Al Lloret venían los cantaores después de dar el callo en el Festival flamenco. Y se convirtió en una especie de oficina permanente del grandísimo Pencho Cros, aquel que, según declaró en una entrevista realizada por Antonio Arco, siempre soñó con cantar por Frank Sinatra. Por ahí se le vio mucho a Miguel Poveda cuando apenas era un crío y buscaba contagiarse del arte de Pencho, quien nunca dejó de darle consejos. En cierta ocasión, a alguien que se empeñó en tomar café donde no había cafetera se le sirvió un vermú, el café de los mineros, como lo ha bautizado Jesús Segura, quien, cuando está uno ya para irse, con la chaqueta puesta y el pie en el estribo, te cuenta, con mucha timidez, aunque le brillan los ojos como a un ratón en la oscuridad, su propia historia: sus años de jugador profesional de fútbol, desde finales de los sesenta hasta bien entrados los setenta, en equipos como el Condal, que era filial del Barcelona, el Albacete, el Levante o el Cartagena. Coincidió en el tiempo, y habla de ellos como si estuvieran allí presentes, sentados en una silla y con un vermú en la mano, con Marcial Pina, Bonet o José Luis Borja. Tenía diecisiete años cuando fichó por el Barcelona. Le dieron ciento veinticinco mil pesetas y un sueldo de seis mil mensuales. Era uno de esos extremos rápidos, hábiles y listos al que terminaron por odiar todos los defensas.

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Con el tiempo, el hombre quería recogerse. Rehacer su vida y pasar página a sus tardes de gloria cuando metía los goles de tres en tres, aunque nadie le regalara el balón para llevárselo de recuerdo a casa. Ahora, antes de que se clausure para siempre este hermoso, sugerente y evocador chiringuito, que parece mismamente un grabado de Gutiérrez-Solana o una estampa de Ricardo Baroja, Jesús vive rodeado de pájaros que vuelan a su aire por el local sin molestar a nadie. Jilgueros y gafarrones que cantan por bajini su serenata y que ven pasar la vida desde lo alto. Pájaros que son «relámpagos en la noche del bosque», que diría Octavio Paz.

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