El bozal
Ansiamos trotar y respirar y hablar libremente, sin una regla injertada en el cerebro para medir distancias
No estoy contenta ni mucho menos eufórica tras la aparente tranquilidad embozada en la supresión de algunas de las primeras medidas preventivas contra la pandemia. El agente letal invisible sigue a la espera y debemos estar, cuando menos, vigilantes. Yo lo estoy. Será cosa de la edad que, a pesar de las experiencias vividas, jamás pensó carearse con algo así. O será cosa de carácter, ya heredado ya adquirido.
Vigilante y escrutadora pero «sin ira ni excesivos desvelos», como decía el gran Tácito. Apenas me servirían. Quizá, para aumentar mi inquietud y el encaje de bolillos manual que me supone, paseando, tomarme un limón granizado con pajita con el bozal puesto, mientras en la otra mano sostengo la botellita del hidroalcohólico. Ese mejunje intempestivo que también se ha colado en nuestras vidas con la pretensión de ser tan imprescindible como el calzado o un buen Martini. Pienso que ese regalo del aperitivo placentero y sosegado se queda atrás, por el momento. Yo no lo disfrutaría y menos observando a la mayoría con el bozal puesto. Sí, bozal, y no mascarilla aunque suene duro. Los viandantes se me asemejan perros de presa de una extraña colectividad con hábitos ocultos apenas anteriormente intuidos. Cosidos al bozal profiláctico no para evitar que los otros sean injustamente mordisqueados, sino para protegerse de los dientes ajenos. En poco ha cambiado la condición humana tras nuestra obligada reclusión. Los ingenuos decían que, tras casi un trimestre, seríamos más reflexivos, más empáticos y generosos, más trascendentes. Poca trascendencia he visto, en mi opinión, en la mayoría de los 'skecht' televisivos de los balcones. Mucho adiestrar al perrito a funambulista sobre rollos del codiciado papel o dar mucha alegría al cuerpo triturándolo en un 'footing' simulado, pero poco de otros menesteres.
Tampoco en el momento presente se intuye mucha empatía entre los humanos. Siempre hay ciudadanos ejemplares ante la normativa, claro, pero pasan más desapercibidos. Ha sido levantar la mano y levantarse automáticamente el bozal por la calle. Muchos jóvenes, sí, pero otros no tanto. Las bandadas veinteañeras, divina energía, que se reúnen bajo este cielo de plomo sin pensar en nada más que en el escudo presuntamente invulnerable de su edad, donde el bicho es una quimera ancestral. Y los cincuentones también. Difícil franja biológica donde se juega a atrapar la eterna juventud cuando es obvio que esta ya se ha escapado. Lo escribo en masculino pues, por lo observado, el género femenino somos más diligentes. Será que estamos más habituadas a cuidar o nos sale así.
En esta etapa debemos cuidarnos unos a otros y no ponernos el bozal solo para evitar los colmillos ajenos. Colmillos que, por decir, también asoman cuando dos corren como locos en el súper a por la misma mermelada chocándose o cuando, como galgos elegantes, estiran y estiran el cuello ante las cajas registradoras pasando de la distancia de seguridad. Bien sé que no fuimos diseñados robots por esa Providencia maravillosa e inteligente que, en las actuales circunstancias, muchos también habrán confinado sin retorno. Ansiamos trotar y respirar y hablar libremente, sin una regla injertada en el cerebro para medir distancias y sin esas vendas bucales que nos obstruyen la dicción. Yo incluida.
Claro que, como no hay mal que por bien no venga, según el refrán, el bozal podría ser conveniente y hasta provechoso en determinados círculos. Los llamados círculos del poder central. Algunos de nuestros próceres deberían usarlo en ocasiones puntuales pues se les ha escapado públicamente que no saben sumar ni restar y que la veracidad de gestiones múltiples también fluye a través del tamiz de la mascarilla. Y que ni tampoco entienden de paralelos ni meridianos, longitudes y latitudes que circundan y abrazan este condolido planeta Tierra con esa misericordia incondicional que solo lo intangible es capaz de dar. Este planeta nuestro, milenario hasta el escándalo y baqueteado hasta la impiedad, que ya no es ni azul ni quiere serlo, y que nos sigue soportando, también con bozal. A mí la primera, en esta somnolienta ataraxia en que ni cabe la euforia ni el pesimismo prematuro. Solo la vigilancia y el regalo de cada día, por complemento el bozal.