Las bicis han desaparecido
La imagen de la serie 'Verano Azul' en la que todos van corriendo con bicicletas lleva el lector sin verla varios años, pero no nos hemos dado cuenta
Las bicicletas de los niños han desaparecido de las playas. Ha ido ocurriendo sin que nos demos cuenta, siendo el mayor cambio de paisaje que ... recuerdo. De niños la vida en la playa era necesariamente con bici, y si alguien no tenía iba de paquete de otro. Las pandillas íbamos por caminos y carreteras a la velocidad de la luz y una bici era el gran regalo de reyes o comunión. Si estáis en una playa y miráis el paseo por la noche, no quedan apenas. ¿Qué ha pasado?
Las bicicletas ahora se ven por la mañana. Decenas de señores mayores recorren las carreteras del país jugándose la vida con un casco que apenas les protegerá si un coche sale del parking de una discoteca. Es una de las razones por las que no me identifico con mi generación, algo que no entiendo, máxime con este calor. El resto de bicis las llevan los yonkis afortunados que han conseguido sisar una a uno de estos señores (rara vez señoras, ellas tienen decoro y son prudentes) que unen la crisis de los 40 con la de los 50.
El caso es que los niños, que eran los de las bicicletas, ya no las usan. Antes, a los 4 años, sabíamos montar sin ruedines, así aprendiron mis hijos. Hoy muchos de los niños menores de 15 no saben montar, gran parte ni tiene bicicleta y no por motivos económicos. Sospecho que las razones son dos: la transición de un mundo de vivencias reales a digitales y el miedo de los padres.
Las bicicletas no han muerto, se han ido a vivir de las playas y el campo a la ciudad
El concepto de 'padres helicóptero' no existía cuando nos criaron en los 70-80. Entonces nos soltaban al mundo armados de un bocadillo de salchichón. Y vivíamos con intensidad aquel país de colores desvahídos en las fotos pero intensos en el recuerdo. Sin reloj, sin móviles, sin camiseta muchas veces, con un bañador Meyba y 25 pesetas los sábados, pero este artículo no es otra exhibición nostálgica. Entonces los padres eran hombres y los hijos, niños. Hoy los terrenos son más difusos.
La imagen de la serie 'Verano Azul' en la que todos van corriendo con bicicletas lleva el lector sin verla varios años, pero no nos hemos dado cuenta. Un cambio dramático ha ocurrido mientras mirábamos el móvil y hacíamos que los niños hicieran lo mismo, pero estaba divagando sobre la segunda razón antes anunciada, el miedo.
Es improbable que nuestros hijos sean raptados. Ocurre, lo vemos en las noticias, pero es una desgracia que se da tan excepcionalmente que, con toda probabilidad, no conozcamos casos. Es igualmente difícil que sean asesinados por sádicos de película, pero los telediarios han ido generando tal alarma social que muchos padres, ejerciendo de helicópteros, han ido restringiendo el radio de acción de sus hijos. Si con seis o siete años nos mandaban a hacer 'recaos' al supermercado del pueblo, hoy hay miles de niños que, a los doce, no han ido nunca. Les hemos ido descargando responsabilidades e independencia. El resultado no será malo ni bueno, será distinto a lo que hemos sido nosotros, pero nadie se podrá quejar. Son lo que con ellos hacemos.
El miedo específico a las bicicletas, en cualquier caso, lleva menos metafísica, y son los coches. Pensar en que nuestros hijos recorran tramos transitados por automóviles nos pone los pelos de punta, aunque nosotros los hagamos con una camiseta patrocinada por la empresa de un amigo para que parezca que somos profesionales, pero siempre fue así. De hecho ahora hay carriles bici por los que circulan otros niños ciclistas, los hijos de padres concienciados de que se mueven por la ciudad sin contaminar. Es otra paradoja: las bicicletas no han muerto, se han ido a vivir de las playas y el campo a la ciudad, donde antes pasábamos el largo invierno soñando con nuestra BH, que se oxidaba en un trastero.
No soy nadie para aconsejar nada, pero parte de mi deseo de libertad nace cuesta abajo, con el viento de cara por las calles de La Mata, un pueblo de Alicante. Parte de mi independencia se formó en la posibilidad de ir todo lo lejos que pudiese, dentro de los márgenes marcados por mi madre, que eran los del pueblo. Gran parte de mi sentido de la responsabilidad se formó en el candado, que nunca olvidé poner porque, si perdía la bici, no estaba claro que fuese a tener otra. La obligación/necesidad de cuidar a los demás deriva de las miles de veces que yo conducía y mi hermano iba detrás con la bolsa de la compra, ya sobre el equilibrio ni hablamos. Pero hay otra razón por la que debo tanto a la bici, y es que me caí muchas veces. Tuve suerte, nunca un accidente grave, pero me raspé metros cuadrados de piel de la rodilla, y lloré, y me levanté y me fui a mi casa obligándome a no llorar para que mi madre no viera la herida, algo imposible yendo en bañador. No, no sería lo que soy sin la bicicleta y creo que mis hijos tiene derecho a crecer así, aunque su tiempo sea otro, y Carolina y yo debemos pasar los miedos que deben pasar los padres en estas situaciones. Jugar a ser padres con las reglas ancestrales en las que ellos pueden ser egoístas y nosotros generosos, no al revés.
Qué extraño mundo este, en el que los padres van en bici y los hijos responden correos desde casa en dispositivos electrónicos.
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