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El belén animado

Insertar algún animal vivo en ese entorno mágico no hace sino incrementar su plasticidad

Miércoles, 15 de enero 2020, 02:21

Hace unos días, en la columna de la última página de este periódico, firmada esta vez por Rosa Belmonte, leo asombrado que determinada autoridad del Gobierno vasco ha decidido que se retiren de un belén dos conejos y un borrego, por si su presencia en el mismo pudiese ofender a los animalistas, cuya presidenta en Bilbao, la denunciante, sostuvo que la sociedad actual repudia la utilización de seres vivos, con capacidad de sufrir, como meros objetos a disposición de los caprichos humanos.

Sorpresa me produce tal información, pues me parece frontalmente opuesta a la realidad y, además, completamente absurda, por inútil, esa extrávica defensa del borrego y los dos conejos que, como figurantes, estaban presentes en el belén de un establecimiento público. Con mi absoluto respeto para todas las tendencias o ideologías, siempre que no sean supremacistas o violentas, y entre ellas, la que nace de la defensa de los animales, pienso que no sobran en un belén ni los conejos ni el borrego. Su presencia en la representación del nacimiento de Cristo y de su entorno es acertada, ya que la tradición más bonita de la Cristiandad, precisamente la plasmación de la venida al mundo de Jesús de Nazaret, ha sido históricamente, y ojalá siga siéndolo mucho tiempo, un auténtico referente cultural para las sociedades que han acogido la figura de Jesús desde que su doctrina, el Cristianismo, fue asumida como oficial por el Imperio Romano en el año 313, gobernando Constantino, hijo de la cristiana Santa Elena. Incluso para los no creyentes, la envergadura de ese personaje, que vivió realmente, es inmensa, hasta el punto de que la Historia moderna se divide en dos grandes periodos, el anterior a Cristo y el posterior a su nacimiento. Considerado o no como Dios, su enorme trascendencia histórica es irrefutable.

La alegoría que representa la venida al mundo de ese niño, con la imprescindible visita de los pastores y de los Reyes Magos, es un auténtico tesoro de la cristiandad y debe potenciarse por todos, creyentes y no creyentes, los primeros por devoción y los otros por rigor histórico. Y cuanta más efectividad se dé al Belén más resplandecerá su enorme simbología, ese retrato de la belleza en la miseria, de la bondad entre la intolerancia y el despotismo.

Pero es que, además, insertar algún animal vivo en ese entorno mágico no hace sino incrementar su plasticidad, por la acogida tanto de las personas como de otras criaturas de la Naturaleza. Seguro que no sería cuestionada la representación natural de un reno arrastrando un carro o un trineo, ocupados por uno de esos gordinflones y barbudos nórdicos o anglosajones que hoy son marca navideña de otro imperio, el americano, y que, desgraciadísimamente, ya constituyen referente en países ajenos a los parajes nevados y las estepas solitarias por donde esos personajes transitan para llevar regalos a los niños. Se me saltan las lágrimas cuando veo las casas con ellos adornadas y busco un belén, al menos un nacimiento, y no lo encuentro. Qué falta de personalidad, qué complejo ante el país poderoso. Qué lástima de nuestra tradición navideña.

Todo esto carecería de soporte si a esos animales se les maltratase o incluso se les exhibiera para mofa de los espectadores, pero no es así. No puede admitirse que unos seres vivos sufran por el mero hecho de alojarlos durante unas fechas en un lugar adecuado, alimentados y con libertad de movimientos. Solo en la imaginación de los denunciantes cabe sostener que el borrego y los conejos fueron sometidos a un trato cruel, ni siquiera vejatorio, si es que estos animales pueden asumir ese sentimiento hostil.

Asiste la razón a la referida escritora cuando sigue exponiendo en su tira que esos animales lo abrían pasado peor antes de llegar a su cocina para degustarlos «con arroz o al ajo cabañil».

En suma, la noticia no tiene mayor trascendencia, pero preocupa que las autoridades, en su intención de acoger cualquier sugerencia de los ciudadanos, lleguen a actuar de forma tan inidónea, sin percatarse, además, de que atendiendo la petición de un grupo fuertemente ideologizado, pueden molestar al resto de los administrados, situación que en el supuesto comentado seguro que se da, pues, sin duda, esa presencia de animales vivos en el belén era aceptada, y celebrada, por la gran mayoría de quienes acudiesen en Navidad a ese restaurante.

Todos los pensamientos son respetables, pero, como sostuvo Albert Camus, la necesidad de tener razón es signo de un espíritu vulgar. Me quedo con el belén animado.

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