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ARDE PARÍS

La aguja teatral y absurda que Viollec le Duc colocó en Notre Dame fue la que debilitó el crucero, provocando un daño más aparatoso que real

Martes, 23 de abril 2019, 02:05

Tengo pocos lectores pero tan inteligentes que me entenderán al decir que el incendio de Norte Dame fue muy bello. Es una sensación culpable que, como muchos de ustedes, descubrí cuando cayeron las Torres Gemelas. Esa belleza terrible de la tragedia, el horror de los edificios colapsando y derrumbándose sobre el nítido azul del cielo neoyorkino fue una experiencia estética solo comparable al rojo infierno de las cubiertas ardientes de la catedral parisina.

Cuando se desató el fuego junto al Sena, todos nos enganchamos a nuestros terminales y lo seguimos al segundo, la furia de las imágenes, como diría Joan Fontcuberta, se desató en el descontrol de su difusión universal, todos se pisaban por colocar la última foto, la más espectacular en esta dictadura visual contemporánea de la emergencia. Por una parte, el espanto, el dolor casi físico de un icono cultural ardiendo y, por otro, la atracción, tan humana, por la destrucción, por la luz que del fuego emana, por ese pequeño Apocalipsis anticipado de lo que parece imposible pero ocurre, la belleza del mar embravecido que devora nuestro barco, la tormenta eléctrica que descarga rayos sobre un árbol: lo sublime, lo terrible.

La noche que ardió Notre Dame fuimos chiquillos encandilados, hipnotizados por la hoguera que ardía llevándose un tiempo con las cenizas al viento. Siempre podremos decir que lo vivimos, que en la distancia del espacio digital, estuvimos allí.

En un primer momento pensamos que sería el final para el centenario edificio, no habíamos visto nada parecido, pero al día siguiente pudimos estudiar mejor y comprender que, en realidad, los daños son pequeños. No se explicó bien lo sucedido. Las catedrales góticas son un sistema matemático de empujes que forma algo parecido a una pirámide. Las bóvedas y los arcos hacen descansar su fuerza en los muros que, a su vez, la transmiten a los contrafuertes y arbotantes, esos arcos extraños que se ven desde fuera, a veces rematados por gárgolas que llevan el empuje al suelo. Sobre las bóvedas se construye una estructura de madera piramidal nuevamente cubierta de plomo. Su fin es proteger las bóvedas del agua lo que realmente destruye el edificio.

En '1922', la última película cuyo guión firma Stephen King, una gotera acaba con la vida de un hombre abriéndose y despertando un dilema moral. La noche que ardió Notre Dame muchos tontos se lanzaron a tapar la gotera y José Manuel Soto, un cantante andaluz, dijo que había que lanzar agua desde helicópteros. No seré yo quien diga que es un idiota pero el peso del agua habría destruido para siempre la catedral si él hubiese sido el responsable de salvarla. Donald Trump, porque parece que los cuñados están conectados telepáticamente, escribió lo mismo urgiendo a los bomberos. Cuando se incendió la Catedral de León, en 1966, dejaron arder las cubiertas sin echar agua, que hubiese abierto la gotera de King. Ardió ante el estupor de los leoneses y, cuando se apagó, todos entendieron que lo que hay encima de las bóvedas no es lo que las sostiene, sino lo que las guarnece.

Las catedrales medievales son un compendio de ciencia casi perfecto pero esta tenía un enemigo, un traidor que, seis siglos después, firmó su destrucción: Viollet le Duc. La aguja teatral y absurda que colocó en el crucero ha sido la que lo debilitó, provocando un daño más aparatoso que real, ya que no se ha perdido ni una sola de las obras destacadas de la catedral. La aguja rompió el rotundo equilibrio del edificio en lo estético y lo atacó al arder. El culpable del daño que haya sufrido la catedral es Viollet le Duc a falta del origen del fuego.

No se ha llamado demasiado la atención sobre un hecho significativo, y es que la Catedral de Murcia ardió en 1854 partiendo del altar hacia las maderas más próximas. El retablo mayor que, bajo el refulgente oro, tenía toneladas de madera reseca de tres siglos, ardió como una tea de banco en banco. El obispo, Mariano Barrio, el cabildo y la ciudadanía contemplaron horrorizados en los aledaños cómo, una a una, reventaban las vidrieras (las de París se salvaron) y el humo generaba una columna como nunca se vio antes. Dentro, el fuego devoraba telas, maderas, fundía metales y provocaba una visión sublime en su aterradora y siniestra grandeza. El desastre fue descomunal, tanto que la reina Isabel II donó la sillería que Rafael de León hizo en el siglo XVI para San Martín de Valdeiglesias.

Lo que se perdió esa noche, a diferencia del humo que cubre los cuadros barrocos de Notre Dame, es incalculable. El feo retablo actual es solo un pálido recuerdo del desaparecido pero despertó la solidaridad de una reina y un país. Estos días hemos visto como las fortunas francesas competían para donar millones de cien en cien hasta sobrepasar los mil, superando sin duda el valor catastral de un edifico que no tiene precio en lo artístico, pese a no ser comparable a Reims o Chartres.

Les diré un secreto. Mi vida son las obras de arte. La daría gustoso por salvar algunas, ardería con el Museo del Prado si se incendiase pero viendo la obscena danza de los millones en este mundo rodeado de miseria he empezado a plantearme lo que vale una obra de arte y lo que vale una vida.

Cosas de la edad, supongo.

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