La Administración defensiva
El miedo al error tiene mucho de miedo al juicio, pero no al social, sino al de la autoridad judicial y con ello a la aparición de ese incierto equilibrio entre dos ramas del derecho, el administrativo y el penal
El miedo, acompañado de un exceso de análisis, puede llevar a la parálisis, a un fracaso no por acción sino por omisión. La paradoja es ... que cuando tal inacción no es sufrida por su causante sino por el destinatario de esta, la zozobra y quemazón es de inigualable parangón, consiguiendo hacer de lo posible algo imposible, dejando en mantillas el arte de tauromaquia y tomando la forma de burocracia. Un escudo cada vez más férreo, cada vez rodeado de más capas legislativas a fuerza de novedades normativas inabarcables y a las que se le ha añadido una más, el miedo.
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La Administración, tan ensimismada y egocéntrica, cae en el continuo error de considerar que sobre la misma no hay un elemento erosionador capaz de modular su recta organización, pero he ahí que ha dado en hueso con una fuerza tan poderosa como el miedo, capaz de inocularse en cualquier organización y arrasar todo atisbo de necesaria ilusión y recta proposición. El miedo no deja espacio al indispensable debate, debida intelección y definitiva solución. El miedo es egoísta, solo busca su supervivencia y la de quien lo anida. Una emoción que te sitúa en la zona gris de la vida, que domina con maestría el arte de la excusa para no tomar una decisión considerando que la no decisión ya es una decisión en sí misma y, además, la mejor que tomar en ese momento. Excusas que serenan al empleado público, pero ahogan al ciudadano, generando mecanismos de autoprotección que exasperan la mayor de las paciencias. Los empleados públicos puede que no tengan razón, pero sí tienen razones en la construcción de lo que se ha venido a denominar la Administración defensiva.
En la Administración defensiva el miedo al error tiene poco que ver con nuestra pésima percepción cultural del mismo. El miedo al error tiene mucho de miedo al juicio, pero no al social, sino al de la autoridad judicial y con ello a la aparición de ese incierto equilibrio entre dos ramas del derecho, entre el derecho administrativo y el derecho penal. Su comportamiento es similar al juego que existe en nuestro cerebro entre el córtex prefrontal y la amígdala. Entre ambos existe una constante tensión en la toma de decisiones, una dinámica batalla por ocupar el espacio del otro. Mientras que el córtex prefrontal impele a la racionalidad, la amígdala nos empuja en la dirección contraria, al miedo, mientras que el derecho administrativo no habla del error y su rectificación, el derecho penal nos habla del delito y su castigo.
En el ejercicio de su oficio el empleado público tiene que utilizar su córtex prefrontal, tiene que saber que lo racional no es ser infalible, que la equivocación forma parte del arte de saber cómo creer, que un error no es un delito, pues de lo contrario su amígdala le preguntará constantemente hasta qué punto el Derecho tolerará su posible error y cuál será su reacción ante él. Cuanto más espacio gane el derecho penal en la Administración, más espacio ganará la amígdala de sus empleados reduciendo con ello la acción pública a un mero instinto de supervivencia.
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Con todo, la imprevisibilidad de la justicia siempre es un elemento con el que jugar, pues en el Derecho todo es relativo, interpretable y, por tanto, manejable. La imprevisibilidad que nos ofrece nuestro ordenamiento a la hora de distinguir un error de un delito, pues su calificación depende a veces de la simple y difícil acreditación de la voluntad maliciosa, ha sido acrecentada por la paulatina pero inexorable instrumentalización del sistema judicial por la política, donde más que buscar la justicia lo que se busca es el rédito político, trasladando el debate implícito a este más allá de sus espacios de legítimo desenvolvimiento. El error no vende, el delito sí. El error te hace humano y el delito permite deshumanizar utilizando para ello instrucciones penales eternas que se archivan sin más, eso sí, años después, donde el propio proceso es ya una forma de pena. Obvio resultaría decir que todo ello engendra una cultura del miedo trasunto de esa postura defensiva con que la ciudadanía percibe a la Administración.
De todos depende el cambio, pasar del catenaccio administrativo, ese que nos eliminó en el Mundial de EE UU, al tikitaka administrativo, ese que nos hizo ganar en el Mundial de Sudáfrica. El ciudadano, como el aficionado, quiere ver partido con goles, quiere ver atrevimiento, riesgo en el pase, juego en equipo y enfoque en la portería contraria. Pero para ello es necesario trazar bien las líneas del campo, lo que equivaldría a clarificar la frontera entre el error y el delito, solo así se podrá jugar sin miedo a la expulsión. Solo así podremos pasar de una gestión pública que se protege a una que se compromete.
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