Hasta hace bien poco, en los rótulos figuraba 'Avenida Antoñete Gálvez' –Antoñete, como el ya desaparecido matador de toros Antonio Chenel–, situada en el barrio ... de La Fama, en la confluencia con la Avenida rector Loustau. Era la mejor prueba del desconocimiento que todos los murcianos –y los que mandan, aún más– tenemos del personaje.
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Su nombre, el nombre de Antonete Gálvez Arce, natural de Torreagüera, donde nació un 29 de junio de 1819, ha vuelto a saltar a la palestra después de que el Partido Popular, ahora en la oposición del Ayuntamiento de Murcia, tras más de un cuarto de siglo de inacción, de estar mano sobre mano, ignorando por completo al intrépido guerrillero que firmó una de las páginas más locas y románticas de nuestra historia, le exigiera, con urgencia, al nuevo regidor que prestase más atención a su legado, del que sólo resta una casa en ruinas y el recuerdo un tanto borroso de su ajetreada vida durante la segunda mitad del siglo XIX, antes de que pintaran bastos y se pusiera el sol definitivamente en el Imperio español.
Como ya sucediera con tantos otros, como Saavedra Fajardo, Vicente Medina, Isaac Peral, Emilio Piñero o Juan de la Cierva, ejemplos muy ilustrativos, Antonete Gálvez ha sido visto, hasta hoy mismo, como un tipo curioso que, aun siendo benévolos, formaría parte, más bien, de ese otro folklore murciano asociado al morcón y a la esparteña. Fue, sin embargo, un hombre de acción que, de haber tenido conocimiento de su persona, se hubiera convertido en una figura relevante en la literatura de don Pío Baroja, a la altura de Aviraneta o el cura Merino. Sólo un ensayo, aparecido a mediados de los setenta, de Juan García Abellán, que publicó la histórica imprenta Belmar, una infame obra de teatro de Lorenzo Píriz-Cabonell y un capítulo de una obra inacabada de Antonio Segado del Olmo, que murió mientras redactaba la novela, es todo el patrimonio que la intelectualidad le ha dedicado. Si bien, desde las instituciones municipales y regionales nada se ha hecho por incorporar su nombre a los libros, airearlo en las escuelas ni resaltar su figura por ningún otro medio, dejándonos ayunos de su recuerdo. Fue una pena que en una de las mejores novelas de Ramón J. Sender, 'Míster Witt en el Cantón', Antonete no tuviera un papel más relevante en esta historia que, según se cuenta, el aragonés escribió en tan sólo unas semanas, pasmado por los hechos acaecidos tras la proclamación del Cantón de Cartagena.
García Abellán, que, aunque era jurista, ha sido catalogado como excelente escritor, dejó plasmadas las cinco claves que rodean al personaje: la acción, el fanatismo, la contradicción, la mitificación en vida y la honradez. Antonete no sólo predicaba con el ejemplo, sino que, además, era un verdadero seductor por la palabra, con una voz persuasiva, firme y templada que dejaba boquiabierto al personal. No en vano, don Juan de la Cierva y Peñafiel, que fue uno de sus mejores amigos, lo calificó de «hombre fascinador de multitudes».
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Su nombre formó parte del cancionero popular murciano, de los romances de cordel y hasta de la poesía culta. En una de esas muchas composiciones, el 'versador' de turno escribe: «Voy a pedille una gracia/ abora que manda Antón,/ que por medio de mis bancales/ vaya la cieca mayor». También se ha sabido, por el propio Antonete y por los periódicos de la época, que fue un amante de la discusión, un tipo afanosamente humano, admirado por las mujeres en pecaminoso silencio y fidelísimo esposo, hasta el punto de confesar él mismo no haber conocido en su vida otra mujer que la propia.
Murió de una afección cerebral en su casa del Huerto de San Blas, la que ahora se cae a pedazos, durante la madrugada del 27 de diciembre de 1898, uno de los días más fríos de aquel benévolo invierno, según la crónica del grandísimo Martínez Tornel. Y fueron tras el féretro más de dos mil compungidos parroquianos. Pero el espectáculo no se había acabado del todo. En el cementerio de Torreagüera, el cura párroco, siguiendo las órdenes del obispado, pretendió en vano evitar su enterramiento en campo santo.
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Tanto olvido y tanta desmemoria no se debe a otra cosa que a nuestra ancestral cansera murciana. Y a nuestra tozudez y obstinación a la hora de saber reconocer el mérito de los valientes, de los insurrectos, de los inconformistas y, sobre todo, de los honrados, que tanto asustan con sus ideas.
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