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Aún recuerdo una jocosa canción de los años 60 del siglo pasado que comenzaba así: «Con el apagón qué cosas suceden / qué cosas suceden con ... el apagón». Y seguidamente se narraba el percance padecido por una joven cuando transitaba de noche por una calle solitaria y se apagaron las luces, momento que aprovechó un desaprensivo (en esa época, un machote) para acercarse a ella y manosearla por todo el cuerpo.
El corte generalizado de energía eléctrica vivido el pasado lunes, por su ámbito, por su duración y por los perjuicios que ocasionó, nos puso a todos de manifiesto la vulnerabilidad que las sociedades más avanzadas siguen teniendo ante fenómenos naturales o, como en este caso, fruto de un mal funcionamiento de cuantos inventos ha producido el hombre en búsqueda de su bienestar. Quién le iba a decir a Edison que la electricidad, fruto de su ingenio y de su trabajo científico, alcanzaría el nivel de imprescindible para la vida en este planeta.
Y es que, en verdad, la vida se paraliza totalmente ante un fenómeno como el recientemente acaecido en la Península Ibérica y zonas del sur de la vecina Francia.
De vez en cuando se escuchan las palabras «se ha ido la luz», lo que se toma como un episodio puntual y que prontamente quedará resuelto sin más consecuencias que un breve problema para el tráfico en las ciudades, alguna persona encerrada unos minutos en un ascensor o, a lo más, la necesidad de prescindir un rato de las pantallas tan intensamente ligadas hoy día al trabajo y al ocio de los ciudadanos, ordenadores, teléfonos móviles y televisión.
Pero lo del otro día fue realmente impresionante, por el territorio al que afectó y por su enorme dilatación, casi diez horas en esta región. De haber ocurrido esto 48 horas antes, la cristiandad se hubiese visto privada de las imágenes sobre las exequias del Papa Francisco y en Murcia se hubiese tenido que suspender el Entierro de la Sardina, evento tan capital en nuestras Fiestas de Primavera.
Un fenómeno de ese calibre lleva a reflexionar sobre la debilidad, ahora se llama vulnerabilidad, de las sociedades modernas, incluso las más evolucionadas, como la alcanzada por el continente europeo. Europa, cuna de la civilización, sigue sufriendo, como las demás partes del mundo, pandemias, riadas y terremotos devastadores y guerras infames y, casi siempre, absurdas.
De pronto todo se para, en las casas, en los hospitales, en las fábricas y en las oficinas. La vida normal se toma un respiro y las personas lo asumimos sin problema, pues comprendemos que la técnica también falla.
Pero me acuerdo especialmente de los perjuicios que un duradero apagón origina en las personas más desprotegidas, los mayores y de entre ellos, sobre todo, los que viven solos.
Qué larga se les haría esa tarde, sin poder presenciar los programas vespertinos de las cadenas de TV privadas, que tanto entretienen al informar con detalle y hasta la saciedad de noticias culturales, como el descubrimiento de una princesa europea cenando en Nueva York con un rico americano o de un 'influencer' (horrible anglicismo) revolcándose con una joven en un hotel de Tenerife. Y lo peor, la sensación de que la noche llegaba y aquello no tenía arreglo. Mientras se buscaban las velas, pues ni los móviles se encendían esa tarde, todos nos hacíamos cábalas sobre las consecuencias y la duración de ese enorme incidente, teniendo como única fuente de noticias los transistores que funcionan con pilas, los que anunciaban que se estaba haciendo todo lo posible para restaurar el servicio, pero que la espera sería larga.
Yo tuve que prescindir de mi habitual café y dediqué esa tarde a subir a pie los cinco pisos que separan mi casa de la calle y a leer cuantos periódicos pude acopiar, consciente de la envergadura del evento. Eso sí, antes de iniciar el ascenso al ático, me pasé por un centro comercial para comprar velas, y pude observar la manifestación, una vez más, del síndrome de abastecimiento que se produce en la gente ante una adversidad general como la producida ese día. Las cajas estaban a rebosar a las dos horas de comenzar el apagón. Sin embargo, no sé por qué, no observé esta vez una proliferación del papel higiénico, pero esto desborda el cometido de este artículo.
Hay que prevenir en lo posible y estimo imprescindible que se instalen grupos electrógenos independientes en todos los hospitales, pues lo más protegible es la salud de las personas, sobre todo, de las más dependientes.
Resuelto todo, pienso en la posibilidad que tienen ahora las televisiones de sacarle jugo a la materia, trasladando las reflexiones de sus habituales contertulios durante una semana a los intelectuales que los escuchan y veneran.
En suma, como en aquella canción: con el apagón, qué cosas suceden.
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