Dicen que Margaret y Collin llegaron a El Portús en un coche que ya no existe, con las ventanas bajadas y una promesa en el ... aire: morir donde el mar nunca se calla. Vendieron su hogar en Inglaterra para comprar un trozo de paraíso español. Compraron una casita blanca en un camping, medio ilegal, medio milagro, y allí dejaron que los días se acomodaran como gatos al sol.
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Los engañaron: los antiguos dueños del camping les aseguraron que aquella casa era legal, que podrían envejecer allí tranquilos. Pero el tiempo, que lo desentierra todo, trajo nuevos propietarios. Y con ellos, el principio del fin.
Treinta y seis años después, alguien les dijo que esa casa no era suya. Que había papeles que nunca firmaron, sellos que nunca pagaron, una ley que llega siempre tarde, pero llega. Les dieron un aviso: tenían que irse. Y ellos, que ya no sabían irse de ningún sitio, decidieron marcharse del todo.
Primero fueron los avisos, las cartas. Luego, los cortes: los accesos, el agua, la luz. Una estrategia para empujarlos a marcharse. No podían ducharse, ni cocinar, ni conservar la comida. Margaret dejó de salir por miedo a que al volver no pudiera abrir la puerta. Collin, cada vez más delgado, se acostumbró a vivir a oscuras. A vivir con miedo, que es una forma de ir muriendo poco a poco.
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Y entonces decidieron poner fin a la espera. Eligieron hacerlo juntos, sin escándalos ni cartas de despedida. Pero solo Margaret cruzó esa puerta. Murió el viernes, en esa casita blanca donde quiso pasar sus últimos años mirando al mar. Murió sin rencor, pero con una tristeza antigua, la que deja la injusticia cuando ya no quedan fuerzas para pelearla.
Collin se ha quedado solo, sobreviviendo entre las ruinas de una promesa. Los papeles del desalojo siguen encima de la mesa, pero nadie se atreve a tocar la puerta. De momento.
Los informes dirán que fue un suicidio voluntario. Pero lo que realmente ocurrió fue que una mujer anciana murió sintiéndose expulsada del único lugar que llamó hogar. Margaret y Collin pidieron ayuda, reclamaron justicia y nadie los escuchó.
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