Recuerdo con nitidez la librería que, en mi adolescencia, quedaba de paso entre el instituto y mi casa. Era una tienda pequeña, llena de estanterías ... de libros, con un tímido mostrador tras el que se encontraba el librero Lencina. Con él aprendí que los libros no solo se compran: se encuentran, se recomiendan, de palabra a palabra, de lector a lector. Más tarde, durante mis años universitarios, tuve la suerte de conocer a Diego Marín, librero por antonomasia, quien, cual oráculo de Delfos, tenía siempre, tras sus ojillos vivaces e inquietos, el título que precisaba para mis asignaturas. «¿Es este el que buscas?». Esa pregunta, sencilla y desprovista de estrategia comercial, era un acto de conocimiento y de confianza mutua.
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A veces, pienso que las librerías de barrio son como los hornos de pan del espíritu. Uno entra en ellas con hambre –un hambre difusa, quizá sin nombre– y sale con algo que no se parece del todo a una saciedad, pero sí a una forma más honda de estar en el mundo. Porque, como el pan, los libros tienen su levadura, su tiempo, su fermentación lenta. Y así como el pan debería comprarse en la panadería, donde aún se siente el calor del horno, los libros deberían adquirirse en esos lugares donde alguien los ha tocado, los ha olido, los ha ojeado ―y hojeado― un poco antes de ponerlos a la vista. Y porque, además, comprar un libro en una librería es, en cierto modo, un gesto ético. Es elegir el tiempo frente a la inmediatez, el rostro humano frente a la pantalla impersonal. Los grandes portales de internet ofrecen comodidad y precios tentadores, pero carecen de algo esencial: el alma del encuentro. En una librería, cada recomendación es una forma de hospitalidad. El librero no solo vende, sino que cuida. Cuida la palabra, cuida el gusto lector, cuida la trama invisible que une a las personas con los textos que las transforman.
Por eso, al pasar frente a esas librerías que resisten, siento que son pequeñas fortalezas contra la prisa y el olvido. Dentro, el tiempo se dilata. Uno puede demorarse, hojear, conversar, dejarse sorprender. Y ese acto de demora, tan poco rentable en términos económicos, es profundamente humano. Porque leer –como vivir– no consiste en acumular, sino en saborear, en escuchar, en dejar que algo crezca dentro de uno.
Los libros deberían adquirirse en esos lugares donde alguien los ha tocado, olido, los ha ojeado y hojeado―
Las recomendaciones de los libreros conllevan algo de arte adivinatorio. No parten de un algoritmo, sino de una intuición. Observan tu forma de hablar, las palabras con las que describes tus gustos, incluso la manera en que sostienes un libro. Son gestos mínimos, casi invisibles, pero detrás de ellos hay una sabiduría callada, hecha de años de convivencia con las páginas. Y cuando aciertan –cuando ese libro te toca, te acompaña o te hiere dulcemente–, el agradecimiento es íntimo, profundo, inefable.
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Hay quien sostiene que las librerías de barrio están condenadas, que el futuro pertenece a los grandes portales, a los envíos rápidos y a los precios imbatibles. Pero yo creo que las librerías sobrevivirán mientras existan personas dispuestas a entrar en ellas sin prisa, como quien entra en un templo, o en un huerto. Porque hay cosas que solo se comprenden en presencia: el olor del papel nuevo, el sonido del lomo al abrirse, la voz del librero que recomienda no solo un título, sino una manera de mirar el mundo.
Cada vez que entro en una librería, vuelvo a ser aquella adolescente que volvía del instituto y encontraba refugio entre los estantes. Y pienso que quizá la verdadera educación sentimental no está solo en los libros, sino en los lugares donde los libros nos esperan. En esos espacios que huelen a papel, a madera, a conversación. En esas pequeñas trincheras donde aún se cree que la cultura no se descarga, sino que se entrega, se comparte y se celebra.
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Por eso, ahora, en mi pueblo, cada vez que necesito un libro, prefiero desviarme de mi camino y buscar las librerías de Pedro o de Manuel. Igual que no compraría pan en una gasolinera. Porque hay oficios sagrados y personas –los libreros– que siguen recordándonos que el alma también necesita su alimento diario.
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