Hace unos días, en el Hospital de Cruces, en Bilbao, ocurrió algo que debería haberse celebrado con gratitud y respeto, pero que, por el contrario, ... terminó en una amonestación. Un pediatra –alguien que dedica su vida al cuidado de los más pequeños, los más frágiles, Jesús Sánchez Etxaniz, para más señas– decidió acompañar a una niña enferma terminal fuera de su horario laboral. No en la fría blancura de un hospital, no entre pitidos ni luces de neón, sino rodeada de su familia, de su manta preferida, de su perro, de sus cuentos, de ese amor que no necesita traductores. La decisión fue sencilla, humana: estar allí. Como médico y como ser humano. Pero el hospital se rige por unas normas, y en ellas se estipula que ese tipo de atención domiciliaria solo se ofrece de lunes a viernes, de ocho a tres.
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Como si la muerte, como si el sufrimiento, también tuvieran oficina.
Hay gestos que no caben en un protocolo. Hay decisiones que no se toman con la cabeza, sino con el corazón, y hay momentos en que lo verdaderamente humano se produce fuera del horario estipulado.
El pediatra, sabiendo lo que estaba en juego, eligió no mirar hacia otro lado. No actuó como empleado. Obró como persona. Se desplazó hasta esa casa, acompañó a esa niña, a sus padres, llevó consigo no solo su saber médico, sino su calor humano. Les dio algo que ninguna máquina, ningún turno programado, ningún informe digital puede dar: presencia, consuelo, dignidad. Y por eso fue amonestado por sus superiores.
La pregunta que nos queda no es si incumplió una norma, sino si el sistema ha olvidado para qué fue creado.
Erich Fromm, filósofo y psicoanalista, decía que hay una diferencia radical entre ser hombre y ser humano. Ser hombre es simplemente haber nacido con una biología determinada. Pero ser humano implica algo más profundo: conlleva desarrollar empatía, conciencia, valores. Presupone actuar no solo por obligación, sino por convicción. Comporta amar.
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Y Jesús Sánchez, el pediatra, eligió ser humano en un sistema que, muchas veces, solo permite ser hombre, para desgracia de muchos seres humanos.
La medicina, en su esencia más pura, significa un acto de amor. Nació para aliviar el dolor, para cuidar la vida, incluso, o más cuando esta se apaga. Pero cuando las estructuras se vuelven rígidas, cuando la norma se vuelve más importante que el bien, cuando los horarios se imponen sobre las personas, ya no hablamos de salud, sino de gestión. Y no hay corazón que resista una gestión que prohíbe cuidar.
Lo que ha hecho este médico no es un acto de rebeldía, es un acto de coherencia, de humanidad. Es, quizá, el acto más profundamente médico que puede existir: elegir estar con una niña que agoniza, cuando ya no hay esperanza de cura, pero sí necesidad de amor.
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¿De qué nos sirven los avances científicos si olvidamos la ternura? ¿De qué nos sirve la eficiencia si no somos capaces de sentarnos al lado de una familia rota por el dolor? ¿Cómo puede un sistema que se dice de cuidados castigar a quien cuida?
A veces, en nombre del orden, se cometen injusticias que no hacen ruido, pero que son un grito para quienes aún tienen alma. Y este es uno de esos casos. No se trata solo de una amonestación administrativa. Es el reflejo de una sociedad que olvida lo esencial: que la humanidad y la vocación no se ciñen a un horario estricto.
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Quien acompaña a un niño en su último suspiro está sembrando un poco de luz en el mundo. Y quien lo sanciona por hacerlo, está apagando una chispa de esperanza.
Ojalá este acto, además de amonestado, sea replicado. Ojalá la dirección del hospital y quienes diseñan estas normas se miren al espejo y se pregunten: ¿estamos siendo humanos o solo hombres?
Porque en el fondo, lo que está en juego aquí no es cumplir un protocolo. Es nuestra capacidad de amar, de empatizar o..., simplemente, de mostrar unas briznas de misericordia ante el dolor ajeno.
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