Tirando a dar

El calendario del súper

Vivimos adelantados, como si el presente fuera un error que hay que corregir con antelación

Sábado, 18 de octubre 2025, 07:50

Hace más de una semana que entré a un supermercado y, un año más, me quedé mueltamata: todavía no ha terminado de caer la primera ... hoja del otoño y el pasillo central de los supermercados ya anuncia la llegada de la Navidad. Turrones, mazapanes, polvorones y bombones a granel o en cajas rojas nos susurran tentadores que están recién fabricados y no como estarán dentro de dos meses. Es octubre, pero hay productos suficientes como para convencernos de que ya estamos en diciembre. Y una, que venía a por leche y mandarinas, acaba dudando de si no se ha perdido un par de meses por el camino.

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El calendario real —ese que marcan las estaciones, la luz y el frío— ya no manda. Ahora lo dicta el supermercado. Ellos deciden cuándo empieza la Navidad, cuándo termina el verano y demás fiestas de consumo. Vivimos en un tiempo de carteles fluorescentes y descuentos del 3x2: un año de doce promociones. Apenas hemos guardado el bañador cuando aparecen los disfraces y las calabazas de Halloween; no hemos terminado de colocar flores en las tumbas familiares por Todos los Santos, cuando ya nos venden roscones de Reyes. Las fiestas se solapan unas a otras en una carrera absurda, como si el tiempo fuera una cinta transportadora que no se pudiera detener (la cinta, no el tiempo, que tampoco).

Los supermercados tienen una lógica infalible: si adelantas la fecha, adelantas el deseo. Y si el deseo llega antes, también llega antes la compra. El resto no importa. Da igual si en la calle aún hace calor o si todavía andamos en vestidos de tirantes. La mercadotecnia no tiene estaciones, solo temporadas de consumo.

Al fin y al cabo, los supermercados no son culpables de todo. Solo nos muestran, con luces y música ambiental, la impaciencia colectiva

Y lo peor es que nos lo creemos. Salimos del supermercado con las bolsas llenas de turrones, convencidos de que así empezamos antes la alegría. Pero esa felicidad prefabricada se desinfla rápido porque cuando quiere llegar Navidad estamos hasta el moño —con eme— del villancico del altavoz y de los dulces (que ya andan casi al 50%) hasta las mismísimas narices. Y es que el entusiasmo también tiene rebajas.

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Hemos dejado que los estantes sustituyan al calendario, que la lógica del 'por si acaso' reemplace al simple 'todavía no'. Vivimos adelantados, como si el presente fuera un error que hay que corregir con antelación. Cómo recuerdo y anhelo aquella época de ni niñez, cuando sólo se comían dulces de Navidad (frioleras las llaman en Jumilla) en Navidad, empanadas en Semana Santa y roscones de pan dormido en las fiestas de los santos de los barrios. Aquellos productos sí que tenían sabor, no sólo sabían a gloria, sino a los días que anunciaban, que se vivían, porque entonces todo era presente, un presente como el mejor de los regalos. Entretanto, se soñaba con el sabor y el olor de aquellos mensajeros de días especiales.

Me gustaría pensar que todos fuésemos capaces de resistirnos, como una forma de subversión. Entrar en un supermercado en octubre y no comprar turrón. Esperar a la llegada de diciembre para oler el frío, escuchar un villancico sin sobresalto, dejar que el tiempo vuelva a tener su ritmo natural. Mirar los pasillos como quien mira un museo de las prisas ajenas y escoger solo lo que necesitamos de verdad.

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Porque el tiempo, ese que no se vende ni se envasa, sigue pasando igual de rápido, aunque el escaparate diga lo contrario. Y si no aprendemos a vivirlo fuera del carrito de la compra, un día despertaremos en febrero con la sensación de que ya es agosto y rodeados de adornos de Navidad en liquidación.

Al fin y al cabo, los supermercados no son culpables de todo. Solo nos muestran, con luces y música ambiental, la impaciencia colectiva. La ansiedad por vivir siempre un poco más adelante, por llenar el vacío con algo que se pueda pesar y cobrar. Tal vez el verdadero producto en oferta seamos nosotros: seres con prisa, empaquetados en rutinas, dispuestos a consumir cualquier promesa que nos haga sentir que el tiempo no se nos escapa.

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