Belenes
Tirando a dar ·
Ha sido el belén de la familia Navarro Santos –tan monumental que tuvo que salir del hogar– el que me ha devuelto la sensación de quedarme sin palabrasA causa de un anuncio televisivo que dejaba sin palabras a un niño, traté de recordar cuándo había sido la primera vez que yo misma ... me había quedado sin habla en mi infancia (esa bendita etapa en la que todo es descubrimiento). Y lo encontré. Fue en la Navidad de mis seis años, la primera que pasábamos en la nueva casa que mis padres habían construido con tanto sacrificio.
Faltaban unos días para Nochebuena cuando, al levantarme aquella mañana de diciembre, me topé con un belén inmenso que ocupaba buena parte de la cocina. Allí estaban todos los elementos que podían poblar el universo infantil de un belén perfecto: el Nacimiento, bajo una pequeña cepa; el río, hecho con trocitos de cristal sobre un papel plateado de chocolate de la Virgen de las Nieves; las lavanderas, inclinadas sobre él; la Anunciación de los pastores, desde lo alto de una sabina que mi padre había recogido amorosamente en el monte, los Reyes Magos, atravesando un desierto de serrín dorado; las ovejas, por las colinas de corcho; los pastores... Todo dispuesto con la delicadeza de quien sabe que cada detalle puede encender una chispa de felicidad.
Todas las figuras eran de barro, y mi padre las había comprado a un artesano murciano días antes. Puedo imaginar el disgusto de mi madre, convencida de que aquel gasto –imprudente para nuestra economía doméstica– era una extravagancia más de un hombre al que siempre le sobraba ilusión: un niño grande que sabía como nadie dejar sin palabras a otros niños. Aquel belén, tan hermoso y tan inesperado, se convirtió en una romería: familia, amigos y todos los niños del vecindario acudían a mirarlo y nos observaban ―a mi hermana y a mí― con esa mezcla de envidia y admiración que solo provocan las cosas verdaderamente mágicas.
Con los años, mi capacidad de asombro, como suele ocurrir, se fue apagando poco a poco. La vida adulta va limando los bordes de lo maravilloso. Sin embargo, ha sido otro belén, el de la familia Navarro Santos –tan monumental que tuvo que salir del hogar– el que me ha devuelto la sensación de quedarme sin palabras y, con ella, el recuerdo vivo de mis momentos más felices.
«¿Cuántas figuras tiene tu belén?», le pregunté a Pedro Navarro. «Casi novecientas», respondió, ilusionado. Me intrigaba saber si esa afición nació despacio o se encendió de golpe. Y me sorprendió descubrir la similitud entre su historia y la de mi padre. Pedro me contó la felicidad que vio en los ojos de su hija cuando vio por primera vez un árbol de Navidad en la guardería. Aquella imagen lo llevó a comprar un árbol, decisión que provocó el reproche de otro cliente de la tienda: «El árbol no es parte de nuestra tradición; llévate mejor un nacimiento». El desparpajo y la libertad del conocido le hizo plantearse el desafío económico de sustituir un abeto por un nacimiento –artesanal, bellísimo y carísimo–. Pero el portal le llevó a los Reyes, y estos a la Huida a Egipto; de ahí, a mercados, oficios, murallas...
Y así, de un golpe y sin pensarlo, construyó un belén tan grande, tan minucioso y tan cargado de esfuerzo económico y emocional que terminó expuesto en un bajo alquilado, y dentro de la Ruta de Belenes. Una ruta (la única de nuestra provincia con lugares definidos y horarios) que la Asociación Belenista San Francisco de Asís de Jumilla mantiene viva desde hace veintiséis años bajo la incansable dirección de Francisco Jiménez Simón, que además promovió y continúa impulsando el Pregón Navideño.
Y, sin embargo, todo ese trabajo –las horas, la dedicación, la minuciosidad– se ve recompensado con creces, según Pedro, en un instante que para él lo justifica todo: el momento en que un niño entra, abre los ojos como platos y se queda mudo de asombro. Me lo dijo con una emoción que no necesita adornos. Y pensé que quizá no era del todo consciente del pequeño milagro que provocaba. Porque hay gestos capaces de recuperar nuestra capacidad de asombro, y quizá el más hermoso sea aquel que, sin pretenderlo, convierte el silencio asombrado de un niño en la música más pura de la Navidad.
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