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Las antiguas guerras de audiencias en las que se veían enfrascados los canales de televisión clásicos son cosa del pasado dado su papel casi testimonial ... en el ocio de los hogares. Las plataformas modernas libran sus propias batallas por atraer suscriptores, y la polémica es su mejor arma. No hay imán tan potente para sus producciones como una buena controversia los días previos a su estreno, y por eso Netflix se frota las manos con la polvareda que está levantando, a unos días de su lanzamiento, su anunciada 'docuserie' sobre Cleopatra. Fiel a su agenda, la empresa ha colocado a una actriz negra, la británica Adele James, para encarnar a la última faraona. La fidelidad histórica que se supone que busca el producto (algo que ni se plantea, por ejemplo, 'Los Bridgerton', con sus aristócratas decimonónicos mulatos) se va al traste con la elección de la protagonista. Como todos sabemos, Cleopatra VII pertenecía a la dinastía ptolemaica, descendiente de Ptolomeo, el general macedonio que se quedó con la porción egipcia del efímero imperio de Alejandro Magno. Ni una gota de sangre egipcia, y mucho menos negra, circuló por sus venas, y las representaciones que han llegado a nuestros días (el relieve del templo de Hathor en Dendera, infinidad de dracmas o bustos romanos...) nos la muestran como lo que era: una mujer blanca. La endogamia practicada por los Ptolomeos (reinantes en Egipto entre el 323 y el 30 a. C.) preservó su genotipo europeo, y de ningún modo se justifica históricamente esta Cleopatra negra.

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laverdad Deconstruyendo a Cleopatra